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Macrogranjas
Tribuna
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“Apesta a cerdo”

El autor defiende que estos animales, como otras especies domésticas (las gallinas, sin ir más lejos), no solo son seres sintientes, que sufren y padecen, sino que poseen además unas cualidades cognitivas muy desarrolladas

Cerdos en una macrogranja en Cataluña.

“Apesta a cerdo”. EL PAÍS puso este entrecomillado como titular en un interesante reportaje que muestra el sentir de los vecinos de As Conchas, una pequeña población del Ayuntamiento de Lobeira (Ourense). Llevan más de 15 años sufriendo el impacto de las macrogranjas que vierten purines río arriba. Padecen vómitos, cefaleas y los malos olores que llegan del agua del embalse de As Conchas, uno de los más contaminados de España. “Los habitantes de As Conchas, respaldados por grupos ecologistas e informes universitarios, se han convertido en la china que molesta en el zapato de todas las Administraciones competentes”, recoge en su texto Silvia R. Pontevedra. El medio rural y los ecologistas se han unido desde hace algunos años para denunciar los efectos que tiene la ganadería industrial en sus vidas y en los ecosistemas. Una de las comunidades más castigadas es Cataluña, donde la población de cerdos (casi ocho millones) es superior a la de los humanos. Las recientes lluvias han aliviado la alerta por sequía, pero es solo un espejismo al que se aferrará el poder político y económico para mantener el status quo.

Según The Economist, la mitad de los cerdos criados y consumidos en el mundo vive en China. La industrialización es tan agresiva que hay macrogranjas en altura para aprovechar al máximo el espacio. Contaminación del agua, de los suelos, desforestación, dependencia de los monocultivos, grave impacto en las emisiones de gases de efecto invernadero, transmisión de enfermedades (gripe aviar, por ejemplo) o el vínculo del lobby cárnico con la represión política, como demuestra Will Potter. No voy a repetir las consecuencias que la ganadería industrial tiene en la biosfera y en la salud de los ecosistemas y de los humanos. Por tanto, bienvenido sea el activismo ecologista en contra de las macrogranjas. Sin duda es una buena noticia, de la que también nos alegramos los ecoanimalistas, por usar la expresión de la filósofa Marta Tafalla. Sin embargo, me llama la atención que cuando se aborda este tema, tanto en los medios de comunicación como en las notas de prensa y declaraciones de las organizaciones ecologistas, salvo excepciones, pocas veces se alude o se muestra una mínima empatía por la salud de los animales que “viven” en estos campos de concentración. Porque a las macrogranjas no se las puede denominar de otra manera: campos de concentración para animales. Consecuencia de la perversión del lenguaje, lo de “vivir” y “granjas” no son más que eufemismos para expresar justo lo contrario de lo que son, como cuando la élite ultraderechista del mundo arenga y manipula en nombre de la libertad.

Los cerdos, como otros animales domésticos (las gallinas, sin ir más lejos, ahora que se habla tanto del precio de los huevos), no solo son seres sintientes, que sufren y padecen, sino que poseen además unas cualidades cognitivas muy desarrolladas. La antropóloga Barbara J. King dedica a los cerdos un capítulo de Hay alguien en mi plato, un libro delicioso que nos sitúa frente al espejo respecto a los animales que comemos. Entre los numerosos estudios e investigaciones que recoge, hay uno de Donald Broom, miembro del Departamento de Veterinaria de la Universidad de Cambridge. Asegura este científico: “Los cerdos tienen unas habilidades cognitivas bastante sofisticadas. De hecho, mejores que las de los perros y, evidentemente, que las de los niños de tres años”. Si no comemos perros, y, evidentemente, niños de tres años, ¿por qué sí cerdos? Y no solo eso, ¿por qué los condenamos a una existencia miserable e indigna?

En la famosa Declaración de Cambridge sobre la Consciencia de los Animales, firmada en 2012, en presencia de Stephen Hawking, por prestigiosos científicos de todo el mundo, se afirma: “La ausencia de un neocórtex no parece impedir que un organismo pueda experimentar estados afectivos. Hay evidencias convergentes que indican que los animales no humanos poseen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos de los estados de consciencia, junto con la capacidad de mostrar comportamientos intencionales. En consecuencia, el peso de la evidencia indica que los humanos no somos los únicos en poseer la base neurológica que da lugar a la consciencia. Los animales no humanos, incluyendo a todos los mamíferos y aves, y otras muchas criaturas, entre las que se encuentran los pulpos, también poseen estos sustratos neurológicos”. Si nos llevamos las manos a la cabeza ante los negacionistas del cambio climático, los antivacunas o los terraplanistas, ¿por qué miramos para otro lado cuando de lo que hablan los científicos es de los animales que nos comemos? ¿Por qué no les hacemos caso? ¿Por qué nos empeñamos en mantener la disonancia cognitiva a sabiendas de que el daño que infligimos a estos animales se sirve en nuestros platos?

Tal vez deberíamos considerar como una metáfora el hedor del que se quejan los vecinos de As Conchas, con razón. No es el olor a cerdo lo que nos agrede, sino el de nuestro paso por el mundo, un mundo cada vez más despersonalizado donde nos hemos convertido en meros recursos de una gran fábrica en la que la vida no tiene ningún valor, mucho menos la de los animales no humanos, que ni siquiera pueden alzar la voz.

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