Lo difícil no es robar el fuego a los dioses; lo difícil es mantener viva la llama
La biografía de Oppenheimer recién publicada nos presenta al titán en todos sus aspectos, ya sean políticos, familiares o académicos, y eso sin olvidar la infancia: la de un niño adelantado a su edad que coleccionaba minerales y leía y escribía poesía
J. Robert Oppenheimer fue un solitario al estilo de uno de esos héroes radicales cuya soledad no es otra cosa que una actitud revolucionaria ante la vida. Una figura aislada que Kai Bird y J. Sherwin, los autores de su biografía, comparan con Prometeo, el titán que desafió a los dioses robándoles el fuego.
Bien mirado, Oppenheimer manejó el secreto atómico hasta llevarlo a la cima de la escala del terror, desencadenando con ello la visión de un mundo que, en cualquier momento, puede estallar en pedazos como consecuencia del plan destructivo de una mente enferma. Sin lugar a dudas, la bomba atómica es un artefacto que atenta contra la población civil. Crucemos los dedos.
La biografía de Oppenheimer recién publicada por Debate nos presenta al titán en todos sus aspectos, ya sean políticos, familiares o académicos, y eso sin olvidar la infancia: la de un niño adelantado a su edad que coleccionaba minerales y leía y escribía poesía. Con respecto a los minerales resulta curiosa la anécdota que se cuenta en el libro, cuando, desde el Club Mineralógico de Nueva York, se propuso a Oppenheimer para dar una conferencia en la sede de dicho club, pensando que se trataba de un adulto, no de un niño de doce años que se sentaba frente a la máquina de escribir de su padre para cartearse con importantes geólogos acerca de las formaciones rocosas de Central Park.
Con este detalle podemos advertir el calibre intelectual de Oppie. No es de extrañar que diez años después, tras leer un artículo de Heisenberg sobre mecánica matricial y otro de Schrödinger acerca de mecánica ondulatoria, el joven Oppenheimer sospechase que ambos científicos estaban hablando de lo mismo. “Ahí sí que había un huevo y no otro cacareo más”. Se trataba del huevo con el que se descubrió el comportamiento de la materia a pequeña escala. Los sistemas atómicos y subatómicos, así como sus interacciones con la radiación electromagnética, absorberían el tiempo de Oppie. La mecánica cuántica había dejado de ser rama de la física para quedar convertida en raíz.
Fue en Cambridge donde conoció a Paul Dirac, que también vivía entregado al entendimiento radical de la física a partir de las partículas atómicas. Cuando Oppenheimer le ofreció algunos libros para intercambiar, Dirac los rechazó. Dirac no leía. Porque, según él, interfería con el pensamiento. La biografía trazada por Bird y J. Sherwin recoge anécdotas como esta. Luego está lo otro, lo más importante y lo que tuvo efectos devastadores no solo como trauma colectivo, sino como trauma personal: la bomba atómica. Y es aquí donde entra en juego la relación de Oppenheimer con Neils Bohr, el físico danés que sopesó los efectos de la bomba atómica antes de ser lanzada: “Una cosa horrible, pero puede ser también la Gran esperanza”; una relación de amistad que traspasaba los límites de la ciencia alcanzando la ética, pues hacía tiempo que Bohr había transformado su visión de la física cuántica en una visión filosófica del mundo que denominaba “complementariedad”, un juego de opuestos complementarios que forman la unidad.
Por un lado, Oppenheimer estaba sumido en un proyecto que iba a terminar con todas las guerras, pero, por otro, también podía terminar con toda la civilización. Además, existía la sospecha de que si él podía robar el secreto del fuego a los dioses, otro igual que él podría adelantarse desde los países del Eje.
Sin duda, si había otro al otro lado, ese otro Prometeo sería Heisenberg. Con estas cosas, la biografía de Oppenheimer combina thriller político con materia atómica junto a la evidencia de que no todo lo pensable se puede realizar, aunque todo lo real sea pensable, pues resultaría imposible pensar lo contrario.
El hacha de piedra es una sección donde Montero Glez, con voluntad de prosa, ejerce su asedio particular a la realidad científica para manifestar que ciencia y arte son formas complementarias de conocimiento.
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