No celebren la primera, sino la última
La primera ciudadana británica vacunada es un logro ínfimo. Reservemos el cava para la persona número 7.800 millones
Era tan grande la ansiedad, tan recelosa la esperanza, tan impaciente la expectativa, que el mundo mediático y sus adláteres sociales se han volcado en celebrar el por lo demás aburridísimo pinchazo que recibió ayer martes Margaret Keenan, una británica de 90 años que pasará a la pequeña historia de la pandemia como la primera persona vacunada del mundo. No lo es, desde luego. Si el producto de Pfizer ha podido llegar a su brazo es solo porque 70.000 voluntarios se han vacunado antes, durante los largos meses de ensayos clínicos que han demostrado su seguridad y eficacia. No parece casual que Keenan haya sido la elegida, pues ayer se reveló como una mujer muy sensata y comprometida con la sociedad. Conociendo a los británicos, tampoco creo que fuera el azar quien seleccionara como segundo vacunado a un hombre llamado William Shakespeare.
La llegada de las vacunas es lo más parecido a una buena noticia que hemos recibido este año, y constituye un hito científico por basarse en biotecnologías novedosas y batir todas las marcas de velocidad del sector. El empeño de Boris Johnson de adelantarse unas semanas a las agencias reguladoras europea y estadounidense es provinciano e irrelevante en el gran marco de la pandemia. Puede verse como una marcada de paquete ante el inminente Brexit, como diciendo mira qué bien estamos al separarnos de Europa. Se trata de una estupidez politiquera, y ni siquiera muy redonda, porque, aunque el Reino Unido ha estimulado la investigación en vacunas de una forma muy loable, justo la de Pfizer le viene de Alemania y Estados Unidos. Los tabloides deben estar confundidos por este fenómeno incompatible con su xenofobia.
Si el producto de Pfizer ha podido llegar a su brazo es solo porque 70.000 voluntarios se han vacunado antes
Puestos a elegir una fecha señalada, yo no celebraría la primera persona vacunada, sino la última. La mujer que, allá por 2023, se ponga la dosis que convierta a toda la población mundial en un rebaño inmunizado. Vivirá en un país pobre que para entonces se habrá convertido en un reservorio del coronavirus, una zona donde ese puñado de átomos podrá reorganizarse para volver al mundo desarrollado con su estocada fatal. El altruismo es solo uno de los argumentos para financiar la vacunación de los países pobres. El otro es el puro, simple y venerable egoísmo, el verdadero motor del crecimiento económico.
Los privilegiados estaremos vacunados en la segunda mitad de 2021, al menos si el rechazo a las vacunas no se consolida entre nosotros. Es posible que, a medida que la gente se vacune, surja algún tipo de pasaporte de inmunidad, ya sea oficial o de corte voluptuoso: imagina que te lo piden para entrar al restaurante o a la discoteca, como hacen en las escuelas italianas con los niños que no se han vacunado contra el sarampión. Esos dilemas de privacidad que nos parecen tan vitales a los europeos darán risa y rabia en el mundo en desarrollo. No celebremos tanto la primera mujer vacunada. Reservémonos para la 7.800 millones. Hasta entonces no hay descanso.
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