La falsedad más correosa
Antes se pilla a un mentiroso que a un cojo, salvo que el primero sea un experto
Las fake news son un fenómeno más complejo de lo que creemos. Si aparece por ahí un espontáneo que se ha comprado un telescopio marca La Cabra y dice en las redes que la Luna está a punto de estrellarse contra la Tierra, no le hará caso ni Íker Jiménez. Hay otros bulos mejor costeados y a menudo emitidos por un ejército de bots y larvas humanas de moralidad inmadura subcontratadas por los partidos políticos que tienen más capacidad de penetración social entre los adictos y las capas más incultas de esta sociedad injusta. El hecho de que todos los partidos utilicen estas viles estrategias querrá decir, suponemos, que sus líderes creen que toda esa basura ofrece réditos electorales. Y es probable que tengan razón.
Pero la mejor mentira es la que casi es verdad. En lugar de inventarse una historia desde cero, el buen mentiroso copia la realidad en todo su abrumador detalle e introduce en ella una mínima mutación que corrompe su interpretación por completo, un anillo que cae al suelo en vez de al río por un milímetro (como en la peli de Woody Allen, Match point), una llave que no está en el bolsillo en que cabría esperarla (como en Crimen perfecto de Hitchcock), un ángulo desde el que la escena parece justo lo contrario de lo que es. Estas son las falsedades más correosas, las más difíciles de neutralizar, las más perversas y dañinas. Porque son casi verdad. “Solo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios”, como dijo Borges.
El veterinario surcoreano Hwang Woo-Suk perpetró en la década pasada uno de los mayores fraudes científicos de la historia, al inventarse la clonación de los primeros embriones humanos. Si Hwang hubiera sido un corredor de seguros o un bróker de Bolsa, solo habría captado la atención de los lunáticos. Pero el tipo era un verdadero experto en clonación, y de hecho fue quien clonó al primer perro, Snoopy. No necesitó propalar su estafa por las redes sociales —ni siquiera existían— ni otros oscuros canales de cuentacuentos coreanos. Lo publicó en la revista Science, directamente. Como experto en clonación, sabía muy bien qué fotos publicar y qué muestras compartir para que su mentira resultara casi una verdad, y por tanto casi indistinguible de la verdad. Costó un par de años pillarle.
La Hwang del coronavirus se llama Judy Mikovits. Es una científica con los papeles en regla, doctora en bioquímica por la Universidad George Washington y exdirectora de un centro de investigación privado en Reno, Nevada. Como fuego por la paja corre un vídeo donde asegura que las muertes por coronavirus no son por coronavirus y que las mascarillas activan al agente infeccioso, además de culpar a Anthony Fauci —jefe de enfermedades infecciosas de los Institutos Nacionales de la Salud (NIH) de Estados Unidos y primera línea de defensa planetaria contra las embestidas de Donald Trump— de haber causado millones de muertes por sida. Pura falsedad, pero de la correosa.
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