Más que un baile de máscaras
“Proust, novela familiar” es una celebración de la literatura como herramienta de comprensión. En el caso de Murat, la saga proustiana la ayudó a definirse mejor a sí misma, su lugar en la sociedad francesa y su identidad sexual

Que la literatura puede tener —indirectamente, por cierto— un efecto salvífico es casi un lugar común. Ya lo decía esa frase, tan citada, atribuida a Dostoievski mientras cumplía con su presidio en Siberia: “Enviadme libros, libros, muchos libros, para que mi alma no muera”. Algo de eso está presente en Proust, novela familiar (Anagrama, 2025), de Laure Murat. En él, la escritora francesa radicada en Estados Unidos relata cómo En busca del tiempo perdido le permitió encontrar su lugar en el mundo, hallar las claves desde las cuales leer su propia trayectoria vital y, si no reconciliarse, al menos saber cuánta distancia mantener con su origen aristocrático, con el cual tiene una tensa y conflictiva relación.
Una lectura atenta de los siete tomos de la saga —cuyo primer volumen apareció en 1913 y que ella leyó a fines de los ochenta— le sirve a la autora para auscultar su propio pasado, con el cual rompió desde que se reconociera como homosexual. ¿Cuál es ese pasado? Una estirpe noble por ambos costados, central en ese mundo aristocrático francés que el escritor de principios del siglo XX retrató con agudeza (y con no poca mordacidad) en su novela. Un círculo social convertido en un objeto de museo, aunque no necesariamente en vías de desaparición. “Los mundos tardan mucho en morir y mucho más en desaparecer del todo”, dice Murat.
Esa vida noble en la que creció la narradora, cuyo escenario está repleto de palacetes, castillos y bailes multitudinarios, tiene algo de cuento de hadas: “Llevaba oyendo hablar desde pequeña de los personajes y de todos sus modelos, de los lugares, de las referencias, de las anécdotas. (...) Las personas que me rodeaban eran, stricto sensu, personajes de Proust”. En ese sentido, el libro de Murat conjuga muy bien dos dimensiones, pues tiene tanto de autobiografía como de análisis literario. Lejos de cualquier academicismo, la autora entreteje episodios de su vida en el seno de una familia noble con lecturas del ciclo proustiano, que le servirán para comprender mejor —o definir, más bien— su lugar en el mundo.
La crítica a dicho mundo es radical: que la cultura es puro adorno, que no es posible expresar los sentimientos, que toda la vida es una representación sin descanso. Que es un mundo en el que “perder la compostura, o incluso la postura, en sentido literal, roza el sacrilegio”. Que es, a fin de cuentas, una clase a la que solo le interesan las máscaras por medio de las cuales nos mostramos en el teatro de la sociedad. Esas formas al actuar y al hablar, tan cuidadas y tan significativas a la hora de ser parte (o no) de aquellos círculos aristocráticos, son para Murat pura apariencia: “La aristocracia, donde reinan el significante puro y duro y la percepción sin objeto, es un mundo de formas vacías”. Sin embargo, aunque la crítica es profunda y aguda, parece haber en ella al mismo tiempo cierta ternura, o un vínculo sentimental que se resiste a perderse del todo. El modo en que recuerda a Joseph, el mayordomo del palacete familiar, las conversaciones con su padre —un hombre perezoso cuyos intereses intelectuales lo hacían ser un bicho raro en el mundo de la nobleza— o ciertos episodios de su infancia noble dan cuenta de que, a pesar de la ruptura radical, es un mundo que quiere comprender, y no solo condenar.

El descubrimiento mayor de ese viaje literario y biográfico —similar al del Narrador de la saga proustiana— es que la literatura termina siendo más importante que la vida. Allí Murat encuentra un sentido más profundo, una humanidad más sensible y una inteligencia (la de Proust) más lúcida con respecto a la nobleza francesa: “todas las escenas leídas en las que intervenía la aristocracia me resultaban infinitamente más auténticas que las escenas vividas que había presenciado”. De ahí que la lectura termine siendo una epifanía liberadora, un camino de Damasco desde el cual la autora toma distancia de su origen con el cual no se conforma, y toma otros rumbos que la llevan a un destino radicalmente distinto: Los Ángeles, California. Allí hará su carrera académica, escribirá libros y recorrerá su propio camino.
En Proust, novela familiar hay episodios geniales de interpretación literario, como cuando analiza la escena en que Charles Swann, un personaje fundamental de los primeros tomos de la obra, le confiesa a la duquesa de Guermantes que sufre de una grave enfermedad. La reacción de la duquesa, incapaz de expresar sentimientos o de empatizar frente a la cruda declaración, le sirve a Murat para profundizar, por un lado, en los rasgos sociológicos de la nobleza que conoce de primera mano, pero también para resaltar la genialidad de Proust a la hora de reconstruir narrativamente dicha clase social. Para Murat, la obra proustiana no solo es aguda y profunda en términos sociológicos, sino también estéticamente superior, donde el habla de una clase se conjuga con símbolos y atmósferas que hacen de la novela un objeto artístico de primer orden.
También hay aquí, sin duda, una pasada de cuentas con su propia genealogía. La autora lee a Proust y celebra las sutiles pullas e ironías que dirige el novelista francés a las costumbres frívolas de la aristocracia (cuyos laberintos genealógicos, denominaciones nobiliarias y detalles vitales son algo engorrosos para los lectores poco familiarizados con esa nomenclatura). Así, además de los secretismos, las convenciones sociales o los usos del lenguaje de los que Murat toma conciencia y distancia, hay una radical crítica a un mundo que se considera —a ratos con excesiva dureza— cerrado, monolítico y autoritario (como dice en un momento, la lectura de Proust le permitió “cruzar los fosos de mi castillo fantasmagórico y salir de la engañosa comodidad del recinto infértil”). Especialmente crudo es el relato en que la narradora hace del quiebre con su madre, una mujer desacostumbrada a hablar fuera de las convenciones, cuando la autora reconoce su homosexualidad. La distancia que se impuso entre ambas por el resto de su vida dan cuenta de los dramas involucrados y de las radicales diferencias entre cosmovisiones: entre la heredera del Antiguo Régimen y la feminista de izquierdas que es Murat se establecerá, incluso, un océano de distancia.
Entre muchos otros temas, Proust, novela familiar es una celebración de la literatura como herramienta de comprensión. En el caso de Murat, la saga proustiana la ayudó a definirse mejor a sí misma, su lugar en la sociedad francesa y su identidad sexual. A partir de allí, nos dirige una emotiva invitación para adentrarnos en las páginas de En busca del tiempo perdido: “Nadie tiene la obligación de leer a Proust. Pero todo el mundo tiene mucho que perder por no conocerlo”. El itinerario de Murat es una razón más para embarcarse en la lectura de este monumento literario.
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