‘Not’ sexo y la guerra
La vida sexual y los lazos entre los sexos son un termómetro social. ¿Podría el distanciamiento político y erótico dificultar, no solo el vínculo, sino la posibilidad de resolver conflictos?
Los estudios sobre la vida sexual en países desarrollados revelan una tendencia contraintuitiva: una sostenida inclinación a la baja. Un declive más marcado en los jóvenes, más en hombres que en mujeres, y principalmente en personas heterosexuales. El porcentaje de personas inactivas sexualmente en Alemania entre 18 y 30 años, pasó en una década de un 7,5 a un 20,3, y en Estados Unidos los hombres jóvenes inactivos, en casi 15 años, aumentaron de un 18,9 a 30,9. Algunos han llamado al fenómeno recesión sexual y las hipótesis son diversas: la competencia con la entretención virtual, el consumo de microplásticos en la comida, el porno –vuelto un estándar antes que una trasgresión– pondría una presión que asusta a muchos. El descenso es mayor en las relaciones heterosexuales vaginales, mientras que el sexo anal se eleva en el mismo grupo, como también afirman otras publicaciones, el llamado sexo duro. Desde el punto de vista ideológico también aparece un distanciamiento entre las personas jóvenes. Según The Economist las mujeres se inclinarían hacia políticas liberales de izquierda, y los hombres, aunque liberales en la economía, tienden a lo conservador en lo cultural.
Aunque se le preste poca atención, la vida sexual y los lazos (y guerras) entre los sexos, son un termómetro social. ¿Qué significa su distanciamiento político? ¿Qué implicancias podría tener la multiplicación de hombres solos, también de la pornografía como modelo? ¿Se trata de retraimiento, temor o resentimiento el que, sin ser mayoritario, crece? Pero sobre todo, ¿podría el distanciamiento político y erótico dificultar, no solo el vínculo, sino la posibilidad de resolver conflictos? ¿Al menos sin destrucción, indiferencia o abogados? En una encuesta en redes sociales, la mayoría de las mujeres respondía que prefería encontrarse con un oso que con un hombre en un bosque solitario. Esta reacción podría ser el espejo del creciente antifeminismo en hombres jóvenes –incluso más que el de generaciones mayores –. Según The Economist, el éxito de Andrew Tate, un virulento y misógino influencer, sería un síntoma de una ¿crisis? del lazo entre los sexos. Peligroso resentimiento masculino que, además, algunos políticos han sabido capitalizar. El antifeminismo, tanto como un feminismo sin revisión, no toman el problema de este desencuentro entre los sexos y los riesgos que corren mujeres y hombres (seguramente muchos hombres también preferirían quedarse con un oso).
El analista Luigi Zoja en su libro La pérdida del deseo, recoge estos estudios y propone una explicación: como en la economía, nada puede crecer de manera infinita sin caer en la paradoja de su decadencia; y la liberación sexual estaría en su curva de regreso. Sostiene que el exceso de estímulo y ansiedad que genera la elección en el campo sexoafectivo, en una época en la cual hay escasos códigos de orientación y límites, podrían provocar un colapso psicológico. Es posible, sostiene, que sea esa misma ansiedad la que genere un repliegue hacia la pregunta por la identidad –también la sexual –, antes que por los encuentros.
Y es que el campo del deseo es de por sí ansiógeno. Detrás de la pregunta ¿quién soy? en realidad hay otra mucho más angustiante: ¿quién soy para ti? Como escribe la filósofa Florencia Abadi, creer en otro ser humano tiene algo de acto de fe, un salto muy distinto a la confianza que nos genera una mascota que nos mueve la cola. Y quizá eso sea lo que de algún modo cada cultura busque parcialmente, convertir al otro en mascota; a veces de manera violenta, y otras, haciéndolo pasar por remedios.
No es casual que el relato del Génesis comience con este problema, el problema es que no hay compañía adecuada, si se piensa lo adecuado como lo que calza justo; y al mismo tiempo tampoco somos adecuados a nosotros mismos. Es como el dilema de rascarse la espalda, le pides a otro quien nunca dará en el blanco, pero tampoco nos podemos rascar solos. Como sea, Dios dice: “No es bueno que el hombre esté solo” y decidió darle “ayuda adecuada”. Primero otras especies, que al no resultarle adecuadas, lo llevaron a proseguir con la creación de quien ya sabemos; quien tampoco fue demasiado adecuada. Pese a que distintas culturas han buscado hacer de Eva y sus hijas una ayuda adecuada –velándola, desvistiéndola, mutilándola o inflándole las zonas erógenas–, la escena de la costilla no significa pertenencia entre los sexos, sino fracaso. A Adán, faltándole la costilla nunca más estará completo. Eva, es la marca de la incompletitud del primer hombre, quien por cierto no era un hombre, era un ser completo, como las bacterias: una criatura sin sexo y sin muerte. Solo se vuelve hombre cuando otro ser, igual pero distinto, lo obliga a salir de sí; nace un problema y el deseo. En psicología, cosas como un chupete a la boca, una droga al adicto, un zapato al fetichista, son cosas adecuadas; pero en el campo del deseo no hay adecuación. Y ese fracaso es el motor de las creaciones culturales. Si no hay calce es porque hombre y mujer –hoy nuevas categorías – son nombres de la diferencia. Cada época le pondrá contenido, y en cada época, entre los sexos, se crearán códigos, tabús, lenguajes, pactos, alianzas, guerras también.
¿Qué ocurre hoy con esos pactos?
Zoja piensa que, como en la economía, para superar una sobreoferta debe crear una falta en el mercado; tirar la fruta al mar para subir los precios. El filósofo Jean Baudrillard, tuvo una hipótesis más arriesgada: la primera revolución sexual –quizá la única– fue la aparición de las criaturas sexuadas y esa revolución vino acompañada de otra, la de la muerte. Porque los primeros seres, asexuados, se reproducen sin muerte, se dividen a sí mismos. Y pensó: es posible que la ciencia nos permita dar la curva y volver a ese paraíso de las bacterias: quitándole el dilema al sexo, y la muerte a la vida, aunque en ambas operaciones lo que se excluya sea el cuerpo (él hablaba en los tiempos de la clonación, hoy se congelan cabezas). La vida not, que para Huxley en su Mundo feliz era una distopía, hoy podría ser como la promesa de la ciudades inteligentes pero con una ciudadanía no tanto.
Quién sabe. Lo que es un hecho es que la curva del CI también comenzó a descender desde fines de los setenta, y si bien la inteligencia no la determina un test, sí refleja la crisis de ciertas funciones psicológicas. El riesgo está en que los lenguajes se empobrezcan, que lo que es interno se busque en recetas externas, o pedirle a la ciencia que sea la que resuelva cosas como el deseo, el miedo (que debe atravesarse), la capacidad de perdonar y de ser libres. El lenguaje que quizá se derrite aunque no salga en los diarios, es el del narrador interno, aquel que tantas veces salva vidas, porque puede digerir las contradicciones de la realidad, por lo tanto odiar y odiarse menos.
La pregunta que debe guiarnos es si nuestros remedios actuales evitan que la civilización como los individuos se vuelquen sobre sí mismos. O van acentuando el distanciamiento entre los sexos, entre los pueblos, entre todos. No es seguro que nuestros lenguajes generen lazos, o que sirvan para resolver conflictos sin la ofensa, la guerra (de los sexos) o los abogados. Y el problema es que ni las neurociencias, ni el activismo, ni las pastillas, ni la IA, resolverán lo que no tiene solución: ninguna generación comienza más adelante que otra respecto de lo esencial, ninguna enseñó a otra amar o hacer un duelo; cada una, como cada ser humano vive sus encrucijadas.
Por cierto, Huxley, en un prólogo a su novela en una edición posterior, escribió que lo único que le habría cambiado –después de las guerras y la bomba atómica – sería ofrecerle a su protagonista la cordura. Que no significa un contenido en particular –eso sería buscar tener la razón – sino una lengua que busque la verdad; y ésta nunca se encuentra en la lengua de guerra: la de la generalización y el estereotipo.
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