Oposición y oficialismo: contrapuntos necesarios
Un oficialismo debilitado y fragmentado, junto a una oposición que atraviesa por lo mismo, erosiona aspectos esenciales de la representación y del funcionamiento del sistema democrático
Buena parte de los problemas asociados a la representación política derivan de la dificultad que los ciudadanos tienen para distinguir entre el oficialismo y la oposición. Con frecuencia, estudios de opinión pública muestran que opositores y oficialistas tienden a ser concebidos como parte de un mismo segmento de privilegiados en el poder y que actúan, de forma similar, al momento de tomar decisiones.
En teoría, el rol de los partidos de oposición es fundamental para el funcionamiento del sistema democrático, al hacer efectiva la fiscalización y rendición de cuenta de quienes están en el gobierno. Asimismo, el propósito de toda oposición es canalizar el descontento y transformarse en alternativa para producir la alternancia en el poder. Por su parte, el oficialismo respalda las decisiones adoptadas por el gobierno, especial, en el ámbito legislativo. Quienes forman parte del oficialismo están obligados a asegurar --o a construir-- las mayorías necesarias, a costa de negociar y ceder en sus pretensiones, para lograr avanzar en la agenda legislativa. Así, el oficialismo garantiza la principal función del gobierno cual es gobernar, evitando que este caiga en el inmovilismo.
Al momento de alcanzar el gobierno, quien se convierte en oficialista contribuye a la alternancia y hace efectiva la voluntad de la mayoría. Al acatar la voluntad de la mayoría, o simplemente aceptar el veredicto popular, quienes pierden el gobierno contribuyen a legitimar las normas y reglas del juego democrático. A veces se consigue una alternancia total, del gobierno y también del Congreso Nacional; otras la alternancia se expresa de manera parcial, al conseguir el gobierno pero no la mayoría en el Congreso, o sólo en una de las cámaras. Se puede estar en la oposición e influir en el contenido y en la orientación de las políticas y en determinados proyectos de ley, dependiendo del nivel de proactividad y de eficacia en sus acciones.
Tras la derrota electoral de enero de 2010, los partidos de la exConcertación entraron en una fase de desorientación. El descrédito ciudadano hacia ellos, ahora en la oposición, les impidió canalizar el descontento social que se expresó en las movilizaciones registradas entre 2011-2013. A su vez, el continuismo mostrado por el primer gobierno del presidente Piñera (2010-2014), llevó a parlamentarios de la UDI, en ese entonces oficialista, a plantear la tesis de “falta de relato” (Pablo Longueira) y debilidad para “gobernar con ideas propias” (Jovino Novoa). Los partidos de centro-izquierda incurrieron en comportamientos erráticos al grado de respaldar reformas políticas que resultaron nocivas, como el voto voluntario en enero de 2012. Sólo el regreso de la expresidenta Bachelet permitió revitalizar a los partidos de centro-izquierda que se embarcaron en el proyecto de la Nueva Mayoría.
Durante el segundo gobierno de la presidenta Michelle Bachelet (2014-2018), la oposición de los partidos de derecha rechazó buena parte de los proyectos en educación y cambio constitucional. Además, la presidenta Bachelet enfrentó el veto de sectores del oficialismo y el cuestionamiento del naciente Frente Amplio (FA). El actual oficialismo fue oposición durante el segundo gobierno del presidente Sebastián Piñera (2018-2022) y actuó de manera diferenciada, dado que una parte optó por rechazar varios proyectos de ley, mientras que otra decidió negociar y respaldar iniciativas del Ejecutivo. La oposición se presentó de manera debilitada y fragmentada, al punto que los partidos de izquierda y centro-izquierda no fueron considerados interlocutores válidos en el contexto del estallido social.
Desde 2010 a la fecha, es posible reconocer al menos tres fenómenos que afectan tanto al oficialismo como a la oposición. En primer lugar, la inexistencia de propuestas alternativas ha sido la tónica en la oposición de izquierda y centro-izquierda, así como en los partidos de derecha. Por más que el segundo gobierno del presidente Piñera (2018-2022) se planteara —al inicio— refundacional respecto al gobierno de la Nueva Mayoría (2014-2018), fracasó rápidamente en ese intento debiendo establecer el Pensión Garantizada Universal (PGU) y, durante la pandemia, ceder a los retiros previsionales y ampliar la cobertura en salud. El ánimo refundacional también estuvo presente en el actual gobierno y en sectores que integraron la Convención Constitucional, para luego resignarse a una política continuista del segundo gobierno de Piñera, tras el fracaso del primer proceso constituyente, en septiembre de 2022. En la actualidad, es el modo de concebir los problemas de seguridad lo que marca la principal diferencia entre izquierda y derecha.
En segundo lugar, también ha sido fundamental la falta de cohesión. En el oficialismo, ello fue evidente durante el segundo gobierno de la presidenta Bachelet, no obstante haber iniciado con mayoría en ambas cámaras del Congreso. Luego, la falta de cohesión en la oposición estuvo presente durante la segunda administración del presidente Piñera. Y se vuelve a manifestar, en el mismo sector, ahora en el oficialismo, desde que asume el gobierno el presidente Gabriel Boric, con la coexistencia de dos coaliciones que difieren en aspectos ideológicos y programáticos.
En tercer lugar, la falta de cohesión se ha visto agravada en la izquierda y la centro-izquierda debido al aumento de la fragmentación partidaria. Tal fenómeno obedece a la debilidad organizativa de los partidos, tanto tradicionales (p. e. la Democracia Cristiana) como en aquellos surgidos en los últimos diez años, sobresaliendo una diversidad de agrupaciones de izquierda hasta el Partido de la Gente (PDG) —más cercano a la centro-derecha. En los partidos emergentes, la debilidad e incapacidad de proyección ha ido a la par con la personalización de los liderazgos y la falta de arraigo social de sus estructuras organizativas.
El aumento de la fragmentación ha redundado en problemas de gobernabilidad para el actual oficialismo. A nivel general, dificulta la rendición de cuenta de los partidos y de quienes están en el gobierno. Por ende, nadie ha exigido rendición de cuenta, o resultados efectivos, a la comisión contra la desinformación promovida por la ministra Vallejos; ni sobre las políticas de reconstrucción definida tras las catástrofes ocurridas entre febrero de 2023 y 2024; no se ha podido evitar la creciente corrupción que afecta a diversos municipios del país, ni cumplir con el llamado “caiga quien caiga”. De manera adicional, la fragmentación también aumenta el poder de veto de independientes, caudillos locales y pequeños partidos, como ha quedado evidenciado en el comportamiento legislativo de la derecha, la centro-izquierda y la izquierda. Recientemente, esto también se vio reflejado en la elección de la mesa directiva de la Cámara de Diputados.
En suma, un oficialismo debilitado y fragmentado, junto a una oposición que atraviesa por el distanciamiento entre Chile Vamos y Republicanos, erosiona la representación y el sistema democrático. Por ende, los escándalos de corrupción de los últimos años salieron a la luz por investigaciones periodísticas, más no denunciados –ni mucho menos evitados– por los mecanismos de fiscalización del sistema político.
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