La cruz es la locura
Semana santa es la conmemoración de un linchamiento. Lo que la Biblia –ese gran libro sobre psicología humana –enseña, es que la violencia no es exclusiva de iracundos y sociópatas, sino que se contagia
Barbarie. La palabra se repitió estos días, tanto como los videos del linchamiento de Ana Rosa Díaz; la presunta asesina de Camila Gómez de ocho años en Taxco, México. La mujer tenía una orden de arresto, pero la policía se demoraba demasiado, el papeleo del fiscal no salía, los vecinos resguardaban la casa para que no huyera. Volcaron su auto, escribieron en rojo: asesina. Mientras tanto, una autoridad local acusaba a la madre de la niña por televisión; fue descuidada, dijo. Una turba enfurecida no esperó más, algunos subieron al techo, lo rompieron y sacaron a Rosa y a su dos hijos mayores. Alguien rescató a uno de los jóvenes, el otro, sufrió lo que la madre, los patearon y rociaron con gasolina. La policía los subió a su camioneta, pero un par de personas los arrancó de vuelta –a ella con el pecho desnudo y en una posición incompatible con la vida – para entregarlos a la furia de la gente. La mujer murió un poco después. Se supo que alguien se preocupó de salvar a la mascota de la familia, hubo quienes comentaron atónitos: el perro, pese a mostrar signos de descuido, salió a defender a su dueña. El perro estaría bien. De las hijas menores de Ana Rosa no se ha dicho que fue de ellas. ¿Cómo concluyó la escena? Un gran final: a ella, la asesina, presunta, había que quemarla viva. Pero algo los detuvo, venía la carroza fúnebre de la niña Camila; había que respetar “el último adiós”.
¿Qué dios?
Las cámaras de seguridad muestran a Camila corriendo, viva, casi saltando, camino a la casa de su amiga; la hija de Ana Rosa. ¿Cómo pudo destruir a una niña? Barbarie, dice la turba. ¿Cómo pueden ustedes actuar así? Barbarie, dicen los testigos a la turba, al mismo tiempo que el canibalismo del ojo se alimenta: “Vean, acá hay otra toma del ajusticiamiento”. El coro responde: existe la barbarie porque existen los bárbaros. Siempre están viniendo. Y como dice el famoso poema de Cavafis, siempre los estamos esperando.
¡Qué dios! Los rebeldes se jactan de comer carne el viernes santo, paradójicamente, para hacer como que algo existe. Nadie se rebela de lo vacío ¿no? Otros suben el precio del pescado, lo comen los creyentes y los no tanto, por costumbre. Es un rito, aunque le falte el mito…el recuerdo. Por si lo olvidamos: semana santa es la conmemoración de un linchamiento. Lo que la Biblia –ese gran libro sobre psicología humana – enseña, es que la violencia no es exclusiva de iracundos y sociópatas, sino que se contagia.
Antes que los investigadores sociales le pusieran nombre a la violencia mimética, las historias antiguas develaban el mecanismo. Cada tanto, la rivalidad, los conflictos de la vida con otros, también las miserias personales, se desplazan de las tensiones uno a uno, al todos contra uno (o un grupo): el chivo expiatorio. Quien puede ser culpable de algo, o no. Da igual, algo pacífica, se purga momentáneamente el mal. Dicen que Pilato no tenía demasiado interés en crucificar a Jesús, pero no hacerlo volvería loca a la masa. El sacrificio es un modo de hacer política. Basta localizar a los bárbaros, llamarlos como tal e inflamar un escándalo; por cierto, la etimología de la palabra tiene que ver con “piedra en el camino”, algo así como lo que hay que quitar para que las cosas marchen bien. Un elemento más: el que tira la primera piedra –el primero en gritar o llamar al otro con alguna palabra impronunciable o prender la mecha – abre el canal de la desinhibición y el cese de responsabilidades. No debe ser casual la importancia que se le da a este asunto en la Biblia. Debería existir una psicología de ese personaje. Pasa en una sala de clases, en un vecindario, en la política. Le pasó a Jesús. Haya o no existido, esto pasó y pasa siempre. En la cruz convergen todos los escándalos, todas las revanchas, los dolores y los miedos personales. Es la locura.
Pero los sucesos hoy conmemorados indican algo más. Después de la orgía de la caza, viene el desengaño. Los ciudadanos se dan cuenta de que no son mejor que el criminal, es el gesto que nos vuelve humanos. De tal revelación viene la culpa y el pacto social: nunca más. Pero nada está asegurado. Hannah Arendt decía que el pensamiento mediocre busca ideologías, que no son sino promesas que engañan tanto, como los métodos para cumplirlas. Más vale, escribió, leer los viejos mitos, pues son advertencias. Nos indican que el “nunca más” no está asegurado, porque tampoco el desengaño lo está. Especialmente en momentos en que la lengua de la venganza sustituye a la de los conflictos; los escándalos a la razón; y la clase de justicieros crueles que eligen víctimas útiles para atacar a sus adversarios, son seguidos como héroes del momento.
No hay dios (ni tecnología) que nos salve de nosotros mismos. De aquel desengaño nace la justicia. Por supuesto la justicia es fallida, pero su virtud respecto del ajusticiamiento, es separar al asesinato de la ley de la vida; incluso para el culpable que es juzgado. Pero se cree en la justicia, de algún modo, como se puede creer en el dios de la adultez: no como algo logrado, sino como la inspiración de que algo mejor se puede esperar de la vida en común. A veces ese momento llega, cuando ya no es posible insistir en la fe loca que supone que el mal siempre viene de otro lado.
Cavafis dijo que ese día es más o menos así:
¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían y todos vuelven a casa compungidos?
Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron.
Algunos han venido de las fronteras y contado que los bárbaros no existen.
¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.
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