La deuda del testigo
Quienes vemos de lejos tenemos una responsabilidad más: qué hacer con las imágenes del horror
Frente a las imágenes del horror no corresponde tomar partido; en el fútbol se toma partido. Ante el horror los testigos tomamos posición: la imagen obliga a pensar. ¿Cómo pensar lo impensable? No lo sé, pero cada vez que aquello que llamamos realidad –esa convención que hace que paremos en los semáforos y celebremos los cumpleaños– se desgarra, nos vemos obligados a pensar como si fuese un comienzo. Al decir de Cortázar, cuando pasa algo raro, como tener una araña en el zapato, ese encuentro nos empuja a hablar. No importa cuántas arañas hayamos visto o si somos expertos en ellas, el espanto exige. Lo personal es lo real.
Por eso ninguna explicación, ni contexto se ajusta al horror. El horror es un absoluto, agujerea la realidad cada vez. Cuando algunas personas quisieron dar contexto, mientras simultáneamente sucedía el ataque de violencia inaudita de Hamás sucedía, su mensaje fue recibido por muchos como una trivialización del mal. Como una especie de aceptación cínica de un cálculo: “Los otros lo han matado más”.
Pensar la violencia siempre se topa con el problema de que nada la explica por completo, siempre hay un excedente. Ninguna represalia o venganza es proporcional, porque el horror no tiene medida. Aunque se mida y se redondeen las cifras. Por cierto, esa es un forma de borrarle el horror a la muerte.
Los testigos de la violencia discuten los significados de las palabras, qué es una guerra, qué es terrorismo, qué es la legítima defensa. Todas esas cosas hoy, como casi todo, se han vuelto menos nítidas. Sin embargo, esa discusión sigue siendo una a partir del punto de vista de los perpetradores. A las víctimas, ninguna de esas definiciones les alcanza. No hay violencia legítima para una víctima. El discurso sobre medios y fines es impropio desde esta perspectiva. ¿Y si entonces nombramos las cosas desde las víctimas? Horrorismo, es la palabra que encontró Adriana Cavarero para ello. Este giro podría dar una pista sobre la naturaleza de la violencia actual, porque cada vez más las víctimas son civiles, son cualquiera, en cualquier momento. La guerra no es más un acontecimiento acotado, el campo de batalla hace tiempo que se desplazó a la ciudad. La guerra, dice Cavarero, es contra los inermes. Las víctimas deben ser pensadas, no solo para compadecerlas, sino también, para comprender la violencia de nuestro tiempo.
¿Por qué civiles casi todo el tiempo?
“Faltan líderes”, dijo estos días Shlomo Ben Ami, el exministro israelí, quien se ha destacado por su trabajado en la búsqueda de la solución pacífica al conflicto. En la entrevista decía que un gobernante supremacista, que lleva años agrediendo y ahogando al pueblo palestino, con sus acciones pone en peligro la seguridad de su pueblo. Y desde luego, un grupo terrorista que se escuda en su propia gente, y cuya única misión es el exterminio de Israel.
¿Cómo puede ocurrir que existan liderazgos cuyas acciones no lleven a un objetivo concebible? Ocurre.
Quienes lideran saben que los muros no atajan a las pesadillas y que las venganzas no son justicia, sino que crean un tipo de matrimonio fuerte, fuertísimo.
Los testigos, quienes vemos de lejos, debiésemos hacernos las mismas preguntas. No es secreto que, para las personas de muchas partes del mundo, son tiempos peligrosos. Y así como necesitamos líderes que aspiren a que haya futuro, quienes los elegimos debiésemos también preguntarnos si lo hacemos con algún objetivo digno.
Hay una pregunta incómoda que se dejó ver estos días. ¿Por qué fue tan difícil para algunas figuras públicas pronunciarse? Estos conflictos son complejos, y especialmente los políticos deben ser cuidadosos en sus declaraciones. ¿Pero por qué nuestro presidente tardó casi dos días? ¿Por qué se pronunció solo detrás de un tuit de y Carmen Hertz? Ella sin ambages dijo: se puede condenar al terrorismo y a la vez defender la causa palestina. Por cierto, la diputada Hertz, habló por su cuenta, distanciándose de la declaración pública de su partido, el PC.
¿Qué fue lo difícil de decir? ¿Acaso este conflicto, catastrófico, se transformó en una toma de partido? Cuando eso ocurre, el pensar y el coraje se esconden detrás del nosotros.
Sin duda es más fácil tomar partido que posición. Porque la posición se piensa cada vez, no está escrita de antemano. A veces tememos más a los amigos que a los adversarios. No callamos solo por represión, también por miedo al rechazo. Son los miedos de lujo de los testigos, quienes aún contamos con el privilegio de estar en la realidad (esa convención que nos lleva a parar en los semáforos y a buscar aprobación) y no en el horror.
Es problemático cuando las causas se transforman en formas de pertenencia, y no es posible hacer preguntas. Firmar una carta no admite disidencias, y, por el contrario, permite ser parte de una lista de nombres; cosa que algo debe significar.
Ante el horror los testigos estamos obligados a hacer distinciones difíciles. Responder qué se entiende y qué será admitido como resistencia legítima. Debemos hacer esa pregunta, tanto como hemos criticado y sospechado de la palabra seguridad y guerra. Es posible que no todos quienes firman declaraciones juntos y hagan pactos electorales piensen lo mismo respecto de asuntos tan sensibles. Y es saludable a la democracia que esos clivajes aparezcan.
Quienes gritan consignas contra algo, ¿significa que anhelan o aspiran a salidas distintas? ¿Importan esas diferencias? ¿Se eximirá a la víctimas por sus actos? Si al Estado de Israel no lo absuelve el Holocausto de sus transgresiones, ¿debiese entonces la masacre a civiles por Hamás ser considerada una forma de resistencia legítima? Y hoy mismo, ¿el Estado de Israel está liberado de cometer “una poderosa venganza”?, como expresó su mandatario. O bien, debe atenerse a las disposiciones internacionales. Nada es obvio.
Una observación. Es más fácil identificarse con unas víctimas que con otras, es lo que han reclamado quienes visibilizan la causa palestina. Hay un tipo de violencia que se nos hace distante, porque se vuelve cotidiana, normal, hacia aquellos que nos parecen lejanos. Es la violencia que queda afuera de los muros, cuya imagen es de una bomba a la que le faltan los gritos. Una violencia aséptica, como las cosas not. Pero cada vez menos los muros contienen al problema, y la aparición de lo(s) excluido(s)se manifiesta como un exceso corporal. Como la imagen de los inmigrantes llegando en las pateras: agujereando al turismo.
Convivimos entre una crueldad intramuros que se oculta al ojo, y otra que exacerba la exhibición sanguinaria, para que el ojo no olvide que eso existe. Esa tensión excede al conflicto que hoy tiene nuestra atención. Los muros, las pesadillas, el otro, el odio, son el material de nuestra política. La lección: buscar soluciones. Nunca habrá seguridad cuando se depende solo de la fuerza. Y desde luego, tampoco libertad si se admiten políticos corruptos y oportunistas.
Los testigos tenemos una responsabilidad más: qué hacer con las imágenes del horror, las que destruyen la dignidad humana. Del libro El grito y el asco de Sergio Rojas tomo las palabras de Susan Sontag: las únicas personas con derecho a ver imágenes de sufrimiento extremo son las que pueden hacer algo para aliviarlo (…) o las que pueden aprender algo de ella. Los demás somos mirones, tengamos o no la intención de serlo”.
Los testigos no damos testimonio de nosotros mismos, sino por los ausentes, por los que no pueden dar testimonio y paradójicamente, son ellos, los hundidos, los únicos que saben que ser humano no es algo garantizado. Los salvados, los que testimonian, tenemos una deuda.
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