Parásitos y bacterias: la crítica a las ciencias sociales en Chile
Por estos días estalló una tóxica polémica a propósito de la obtención de fondos públicos para la investigación por académicos con un nutrido currículum, pero cuyo pecado es haber incursionado hasta hace poco en la política
Desde hace ya varios años, se viene incubando en Chile (y en muchos otros países, incluidas naciones desarrolladas) una corrosiva crítica política y cultural a las ciencias sociales y las humanidades. Si bien esta crítica se origina en las expresiones más duras de las derechas (a partir de un elogio al principio de autoridad que no necesita justificaciones), esta no es ajena a las izquierdas más propensas a ver en la acción contestataria un absoluto virtuoso que tampoco requiere de fundamentaciones intelectuales. En ambos casos, lo que es motivo de virtud es una pura facticidad: el orden o su impugnación, a secas, muy lejos de las batallas culturales que tanto fascinan (me incluyo) a las clases medias educadas y altamente intelectualizadas.
Pues bien, por estos días estalló una tóxica polémica en Chile a propósito de la obtención de fondos públicos competitivos para la investigación por académicos con un nutrido currículum, pero cuyo pecado es haber incursionado hasta hace poco en la política. Citemos tan solo tres ejemplos entre varios otros: Fernando Atria (constitucionalista con un PhD en Derecho de la Universidad de Edimburgo, quien fue miembro electo de la primera convención constitucional entre 2021 y 2023); Lucía Dammert (socióloga con un doctorado en Ciencia Política de la Universidad de Leiden, quien dirigió el equipo de asesores -el segundo piso- del presidente Gabriel Boric en 2022); José Miguel Ahumada (cientista político con un PhD en Estudios del Desarrollo de la Universidad de Cambridge, pero también subsecretario de Relaciones Económicas Internaciones entre 2022 y 2023). Más allá de las pasiones y animosidades políticas que ellos pudiesen suscitar, su trayectoria académica y universitaria es impecable, lo que les permitió concursar exitosamente (desde sus respectivas casas de estudio una vez concluido su tránsito en el mundo político) por fondos públicos de investigación a partir de propuestas de proyectos (los así llamados proyectos Fondecyt, en uno de los principales instrumentos de financiamiento científico del Estado de Chile). En la medida en que los resultados son públicos, la prensa no tardó un minuto en hacer de este éxito académico (que de noticia no tiene nada) un tema controversial y de interés político, bajo la sospecha de conflicto de interés y de falta de ecuanimidad según las redes sociales: la polémica escaló a tal punto que el Ministerio de Ciencias tuvo que salir a aclarar los criterios competitivos de entrega de estos fondos públicos. Evidentemente que ninguna explicación pudo apaciguar el debate en redes sociales, y tampoco en la política de partidos: en un oportunismo oscurantista, cuatro diputados del partido de derecha Renovación Nacional aprovecharon la coyuntura para proponer muy en serio un proyecto de ley según el cual “no podrán concursar, ni ser asignatarios de los recursos del Fondo, en ninguna de sus modalidades, las personas naturales que, dentro de los 18 meses inmediatamente anteriores al momento de abrirse la postulación”, se hayan desempeñado en cargos políticos de importancia (especialmente, de confianza del presidente de la República).
Más allá de los exabruptos y excentricidades de la política chilena, esta controversia sirve de revelador de una crisis de legitimidad de las ciencias sociales y las humanidades ante los ojos de un segmento de la política parlamentaria establecida y, sobre todo, de una opinión pública que no ve utilidad alguna al financiamiento público de disciplinas que son consideradas como parasitarias. En efecto, la crítica no está referida a todas las ciencias, sino a aquellas en las que una parte de la opinión pública y de la política ven —a partir de la lectura de los títulos de los proyectos de investigación— humo, poesía de la peor especie o simplemente ideología (la que hace las veces de una bacteria a la que, amparada por el Estado, se le atribuye el poder de colonizar mentes).
Es importante tomar en serio el trasfondo que se esconde detrás de esta crítica: un anti-intelectualismo que no logra percibir que las ciencias sociales son productoras de significados a gran escala (pocas cosas en la realidad se encuentran libres de todo contacto con estas disciplinas, como lo prueba el predominio de categorías que provienen de estas ciencias que moros y cristianos utilizan a diario, populismo, carisma o la distinción de Sieyès entre poder constituyente originario y constituido, entre muchísimos otros ejemplos). Pero más profundamente, en esta crítica parasitaria hay un premio al conocimiento útil, de ese que se puede apreciar en la vida diaria: desde la construcción de puentes hasta las externalidades de la rocket science, pasando por efectos del conocimiento en medicina o en todo tipo de ingenierías. ¿Cómo no ver que buena parte del destino de la humanidad no se juega solo en la tecnología, en esas cosas que sirven, sino en las interpretaciones y significados de la tecnología en la vida en sociedad? ¿Cómo no entender que, sin pensamiento político, no hay posibilidad de entender y fundamentar la vida buena y de lo que vivir juntos quiere decir? Pues bien, son estas preguntas a las que deben responder con urgencia las ciencias sociales y las humanidades, sin escatimar en recursos ni menos en intervenciones a través de las redes sociales y los medios masivos de comunicación: de no hacerlo, caerán en las redes del oscurantismo de la crítica parasitaria y, tal vez, en la persecución de gobiernos iliberales hacia agentes intelectuales asimilados a la función nociva de las bacterias.
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