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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La delgada línea roja: etnografía del ‘lobby’ en Chile

Lo que este episodio revela es la delgada línea roja que separa la promoción de intereses privados ante una autoridad pública y la captura de esta última

Pablo Zalaquett, en una imagen compartida en sus redes sociales, en 2020.
Pablo Zalaquett, en una imagen compartida en sus redes sociales, en 2020.cortesía

El mundo político chileno ha dado en los últimos días un interesante, aunque patético espectáculo. Mediante varias revelaciones del medio electrónico CIPER, hemos sabido de distintas reuniones con autoridades políticas en el domicilio de Pablo Zalaquett, un conocido lobista, de cómo puede operar el lobby y prácticas emparentadas con él en este país del fin del mundo. De modo interesante, hemos podido observar gracias a este scoop, casi etnográficamente, cómo una población indígena de políticos, lobistas y regulados se relaciona en espacios privados sin resentir la necesidad de registrarlos en la plataforma que fue diseñada por mandato de la ley. La etnografía de esta práctica llegó tan lejos que nos hemos enterado del menú de las reuniones de Zalaquett, de un largo listado de autoridades que participaron en ellas (seis ministros, además de varios parlamentarios y jefes de partido como sujetos pasivos de lobby) y de un sinnúmero de empresarios que actuaron, intermediados por Zalaquett, como sujetos activos de este sistema de articulación de intereses. Hasta aquí el aspecto interesante de este escándalo, etnográficamente hablando.

Pero hay una dimensión patética detrás de estos reportajes. Las explicaciones que han entregado en varias oportunidades las distintas autoridades políticas: se conversaron cosas generales sin implicancias políticas ni legislativas, sostuvo el Ministro de Economía Nicolás Grau; que “yo en verdad no tenía claro que Zalaquett era lobista”, según la Ministra de Medio Ambiente Maisa Rojas; o simplemente argumentando no saber de antemano quiénes serían los participantes en esas reuniones (algunas de las cuales fueron de tipo cheese & wine).

En un primer momento, el presidente Gabriel Boric respaldó estas conversaciones (“dialogar hasta que duela”), mientras que Zalaquett negaba haber cobrado por estas reuniones en su domicilio, argumentando muy en serio que lo hizo debido a su preocupación por la falta de diálogo político en Chile, al punto de afirmar en tono patriótico: “Yo te soy franco, me siento bastante tranquilo, creo que estos encuentros han sido un aporte para un país que no conversa. Incluso es súper raro lo que te voy a decir, pero yo creo que he tratado de ayudar a este Gobierno”. Como era de esperar, las explicaciones fueron rápidamente resentidas como insuficientes por el periodismo criollo, lo que dio pie para una dura crítica de parte de diputados y políticos y, según ha trascendido, una genuina y comprensible molestia del jefe de Estado.

¿Qué nos enseña este episodio? Varias cosas, una de las cuales supone distinguir entre situaciones, a sabiendas que esa distinción no tiene ningún impacto en una opinión pública que, sin entender mucho, desconfía cada vez más de la política. Es cierto que la acusación de haber infringido la ley de lobby por no haber registrado estas conversaciones no se aplica por igual a todos los comensales. Es importante distinguir entre ministerios políticos generalistas y ministerios sectoriales con regulados específicos. No es lo mismo que una ministra del Interior sin tener regulados se reúna con agentes privados para conversar de política general, a que ministros sectoriales reguladores hagan lo mismo con agentes regulados; o que presidentes de partidos se hayan pronunciado en privado sobre política contingente.

Hay efectivamente todo un mundo de diferencias entre ambos, aunque a nivel de opinión publica no hay ninguna diferencia: el daño es, por uno y otro lado de los ministerios, enorme. El verdadero problema radica en los ministros reguladores en interacción privada con regulados: como el caso del ministro de Economía Nicolás Grau y de la ministra de Medio Ambiente Maisa Rojas reunidos con empresarios del rubro pesquero y de la acuicultura en un periodo en el que se está legislando sobre la ley de pesca, o, más grave aun, de la ministra del Trabajo (comunista) Jeannette Jara con gerentes de las Aseguradoras del Fondo de Pensiones (AFP) cuando se está a punto de legislar precisamente en esa materia.

No es inocuo si una connotada diputada comunista, Lorena Pizarro, criticó en duros términos a los ministros (y por lo tanto a su propia compañera de partido): “Estamos ante lo que la élite política cree lo que es hacer política: cocinar la vaca, quedarse con los mejores cortes y darle al resto, los interiores, aunque al resto no le gusten los interiores”, concluyendo que “a tal nivel hemos llegado que tanto el cocinero como los comensales justifican su festín y hasta se jactan de él”.

Más allá de explicaciones inverosímiles de ministros sectoriales, del menú y del “desinteresado” modus operandi del lobista Pablo Zalaquett, lo que este episodio revela es la delgada línea roja que separa la promoción de intereses privados ante una autoridad pública y la captura de esta última. La única manera que la democracia representativa ha encontrado para enfrentar este flagelo es el régimen de publicidad de las interacciones entre agentes públicos y privados, que es precisamente lo que faltó dramáticamente en todas estas reuniones. El asunto es delicado porque la política ya sufrió experiencias de posible captura cuando las empresas podían, legalmente, financiar las campañas electorales (hasta el año 2016, momento en el cual se modifica drásticamente el financiamiento a través de la ley 20.900). Si antes de que esa ley fuese promulgada empresas políticamente nefastas como Soquimich hicieron añicos la legitimidad de los partidos políticos, Pablo Zalaquett desarticuló la capacidad de diálogo informal del Gobierno, elevando aun más los niveles de desconfianza popular con la política.

Pero lo que este conjunto de episodios también muestra es la sospecha de uso corruptor del dinero y, junto a él, la enorme asimetría del mercado del lobby: para hacer lobby se necesita dinero, y este no se distribuye equitativamente entre todos, especialmente entre las ONGs y asociaciones ciudadanas (por ejemplo, de consumidores) que, sin articular intereses privados ante la autoridad política, sí reivindican causas (justas o no) colectivas.

Otra pregunta, que nadie se atreve a formular ni menos responder, es por qué estas conversaciones trascendieron con tanto detalle, y quién puede tener interés en liderar tamaña operación cuyo objetivo es una incógnita.

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