Lugares sagrados
Creer que a un bar se entra solo a beber es tan absurdo como pensar que a un hipódromo se va únicamente a apostar a los caballos
Más de una vez he confesado cuáles son mis lugares sagrados. Sagrados por indispensables, únicos, irreemplazables, aunque el paso de los años ha hecho que me aleje un tanto de algunos de ellos, aunque sin renunciar, como es el caso de los bares. Para beber mis dos copas de vino diarias, bien servidas, y no como hacen hoy algunos restaurantes que no las llenan ni siquiera hasta la mitad, y eso por un asunto de costos y no de elegancia, me basta con quedarme en casa. Pero con ello me pierdo la estética de los bares, su geografía humana, y la actividad del barman y los desplazamientos de los mozos. Creer que a un bar se entra solo a beber es tan absurdo como pensar que a un hipódromo se va únicamente a apostar a los caballos. Cada vez que el director de cine Luis Buñuel pasaba por Nueva York, nunca dejaba de ir por unos martinis al bar del ya desaparecido Hotel Plaza. Se instalaba allí a beber, pero también a permanecer atento al trabajo de los mozos y la entrada y salida de parroquianos.
El antes mencionado es otro de mis lugares sagrados –el hipódromo-, y uno de ellos en particular –el Valparaíso Sporting Club-, donde conozco y disfruto de la diversidad y la riqueza de todo cuanto acontece en sus diferentes y agitados recintos.
Volviendo a los bares, a su estética y al tipo de refugio que proporcionan, los martinis de Luis Buñuel en el Plaza son todo un ejemplo. Si a un bar cualquiera se entra de ese modo, se puede tener la seguridad de que forma parte de tus rutinas y que tiene un sitio ganado entre tus lugares sagrados.
Aunque a quienes a saben de mi carencia de espíritu religioso pueda parecerles contradictorio, los templos vacíos son otro de mis lugares sagrados. Entro en ellos con frecuencia, pero tienen que estar vacíos. Sin fieles, sin oficio en curso, cuando más el eco de la tos de la invisible mujer que en medio de la penumbra ordena las flores en el altar. Una vez instalado allí, nunca de pie, sino bien sentado en una de las bancas de madera, pongo mi mente en blanco –o eso creo al menos- y agradezco haberme sustraído por un momento al estrépito de la ciudad. Las imágenes de yeso que me circundan se mantienen en completo silencio y ninguna de ellas hace el menor esfuerzo por transmitirme algún tipo de mensaje o de llamado. Así de discretas son. “Tú crees”, decretan mis amigos cuando se enteran de este raro habito mío. “Tú todavía crees”, insisten, y pocas cosas pueden resultarme más insufribles que esa forma de paternalismo.
De las salas de cine y librerías podríamos hablar (escribir) en otra columna. Son también lugares sagrados, aunque en el caso de las primeras he tenido que alejarme. Ahuyentado por sus programaciones infantilizadoras, se han transformado, además, en patios de comida antes que en un sitio en que se proyecten películas, y no me refiero solo a las consabidas cabritas, sino a platos de fondo que se acompañan de unos enormes vasos de bebida.
Cada cual tiene que descubrir y frecuentar sus propios lugares sagrados. A veces basta con una simple plaza, a condición de que nos sentemos siempre en el mismo banco y bajo el mismo árbol. En cuanto a los míos, dejo pendientes cines y librerías, y paso ahora a los cafés.
¡Qué bien se siente uno estando solo en ellos, escuchando las propias voces interiores o afanado en la lectura de un libro! Casi siempre en una misma cuadra en que hay una librería se encuentra también un café. Buena junta, y lo que me pregunto, sin conocer la respuesta, es si son las librerías las que atraen a los cafés o estos a aquellas. ¿Dónde si no a un café puedes ir después de comprar un libro? Ante todo, está el vivificante sabor del café, por supuesto, cualquiera sea la preparación, pero exige siempre una taza o un vasito de vidrio con asa de metal y nunca aceptes un recipiente de cartón, salvo que por desventura andes apurado y tengas que beberlo en la calle. En los cafés se conoce también una distinta manera de sentir el paso del tiempo. Cuenta Claudio Magris que en un antiguo café centro europeo había un gran reloj de pared, sin manillas, al que el mayordomo mayor, antes de cerrar el local cada noche, daba cuerda a su oculto mecanismo.
Lo malo hoy de los cafés, como también de los restaurantes, es que todos estamos hablando muy alto y soltando carcajadas a cada rato. Yo tengo a eso como uno de los efectos de la pandemia, lo mismo que la locuacidad descontrolada que también nos afecta. ¡Qué manera de hablar! ¡Qué manera de subir la voz! ¡Qué manera de reír! A veces, hallándome en uno de esos lugares, he sentido el impulso de pararme y pedir un minuto de silencio, pero creo que los parroquianos presentes me entenderían muy mal. Incluso los funerales se han vuelto ruidosos –y no me refiero a aquellos en los que se disparan al aire ráfagas de ametralladora-, sino a todos los funerales. Después de un funeral, al quitapenas más próximo, desde luego, pero cierta contención mientras se esté desarrollando el oficio fúnebre.
Tener, frecuentar y defender los propios lugares sagrados: al menos en parte, en eso consiste vivir.
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