La camisería de Cary Grant sigue abierta en Madrid
Burgos atiende desde 1906 a reyes, artistas, aristócratas, políticos o banqueros pero la mayoría de clientes son confidenciales
Hay una camisería en el centro de Madrid abierta desde 1906 que guarda celosa la intimidad de cientos de personalidades. La confidencialidad es parte del servicio que ofrecen. Por eso estas líneas no recogen qué gran banquero duerme en camisón, cuáles son las medidas del rey Felipe o cómo son los boxers de ese elegante ejecutivo millonario. La lista de clientes navega entre literatos, políticos, actores, aristócratas, cantantes o gente que puede permitirse pagar desde 95 hasta 400 euros por una camisa. Alguno las encarga por docenas. “Los secretos que guardamos son un tesoro”, afirma Carmen Álvarez Olave, gerente del establecimiento.
Atrás quedaron los años de la Guerra Civil en que Burgos tuvo abierta tienda también en París. O la época en que Cary Grant subía desde el Hotel Palace y se sentaba entre rodaje y rodaje a charlar con los empleados. Álvarez Olave abre uno de los libros en los que aparecen cuidadosas miles de anotaciones con la inconfundible letra de su abuela Natividad Rodríguez, mujer de Santiago Olave, el empleado que con el paso de los años acabó quedándose con el negocio. Ahí en ese libro está el doctor Gregorio Marañón, que se llevó en octubre de 1956 cuatro pares de calcetines a 35 pesetas cada uno, una camisa de popelín por 300 y pagó otras 40 por la compostura de cuello y puños.
Cary Grant se llevó en mayo de ese mismo año seis corbatas de seda natural por 1.050 pesetas, tres camisas –dos estilo “torero”- por 1.800, dos pijamas de popelín por 850, un chaleco de lana por 350… y una larga lista de encargos más. “A veces nos pedía pañuelos con iniciales bordadas que no eran las suyas. Eran para regalo”, cuenta la gerente.
Hoy, además del rey Felipe y su padre, entre la clientela están el cantante Miguel Bosé, el torero Miguel Báez “Litri”, el diseñador Pascua Ortega o el actor Diego Martín. También condes, marqueses y duques. Han lucido estas camisas estrellas internacionales como Ava Gardner, Adrien Brody, Andy Garcia, Sharon Stone, Jeff Goldblum o Penélope Cruz… y muchos otros cuyas identidades no nos permiten desvelar. Algunos clientes son atendidos directamente en misiones que la camisería lleva cabo en Gran Bretaña o Estados Unidos. Los trabajadores de Burgos conocen detalles por los que estarían dispuestos a pagar importantes sumas los cazadores de audiencia de las tertulias del corazón y los cotilleos.
A veces llegan encargos para bodas que han copado muchas portadas del papel cuché o una veintena de guayaberas para una boda en Cuba. En la tienda luce la foto de otro cliente, Orson Welles, llevando una de esas prendas. Durante una subasta en Nueva York de una de sus guayaberas de la camisería Burgos su hija dijo que este era un sitio en el que su padre había coincidido con otras personalidades, comenta Carmen Álvarez Olave.
Más de un siglo después de abrir sus puertas, el local de la camisería sobrevive en la calle Cedaceros cual fósil de un comercio casi perdido. El tiempo parece detenido en sus mostradores, escaparate y vitrinas, donde lucen las recientes felicitaciones navideñas de la familia real y de los reyes eméritos. Pero fuera de este comercio añejo, Madrid aparece absorbido por las obras y las grandes superficies comerciales de marcas internacionales.
Las prendas se siguen elaborando hoy igual que hace décadas con telas llegadas en su mayoría de Italia y Suiza. Al taller de Burgos, en el sótano de la tienda, se desciende por una centenaria escalera de caracol de forja. Dos cortadores se afanan sobre cientos de retales que van cayendo al suelo. Tijeras enormes, metro de plástico amarillo, patrones de cartón y muchos años de experiencia. Francisco García Recuero entró en las galeras de la camisería en 1977 siendo menor de edad. Seis años después lo hizo José Antonio Vega.
Cada camisa pasa por varias manos. Primero se toman las medidas, se hace el patrón y se corta. A continuación la tela pasa por la bordadora si es que lleva iniciales o algún emblema; después a la vistera, que se encarga del cuello y los puños; la preparadora, que monta la camisa; la rematadora, que hace los ojales, cose botones, cierra los costados y cose las mangas, y por último, la planchadora.
En el taller cuelgan varias camisas cada una en su percha, perfectamente planchadas y cubiertas por una funda de plástico. “Pertenecen a un cliente que cada semana, como otros, nos las trae para que se las lavemos y planchemos”, explica José Antonio Vega. Tampoco nos dicen quiénes son.
Si en la camisería Burgos han hecho alguna concesión en los últimos años es la de permitir que el cliente elija si su camisa se cose a mano o a máquina, lo que reduce el precio en gran medida. También, en aras de la sostenibilidad, se le da la posibilidad de, pasado el tiempo, cambiarle el cuello y los puños. “Por 95 euros puedes tener una camisa como la de Cary Grant” cuando “en el extranjero la tarifa de estas camisas pueden ser tranquilamente el doble”, explica la gerente con una sonrisa. Pero el trabajo sigue siendo esencialmente manual y basado en la especialización y la personalización. Cada cliente, hombre o mujer, es único insisten.
Mientras atiende al reportero, Carmen Álvarez Olave despacha vía WhatsApp con un cliente británico que le ha encargado una teba en terciopelo negro con ribetes en rojo. Le va a costar 620 euros y es para acudir a una fiesta de disfraces en Suiza.
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