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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los Ràfols

Albert Ràfols-Casamada y Maria Girona heredaron lo mejor de la Cataluña de preguerra: la civilidad del Noucentisme y el espíritu abierto e internacional de las vanguardias artísticas

Victoria Combalia
Albert Ràfols-Casamada y Maria Girona, en su casa de Calaceit en 2001.
Albert Ràfols-Casamada y Maria Girona, en su casa de Calaceit en 2001.Francisco Ontañón

El pasado 16 de diciembre se cumplieron 10 años de la muerte del pintor y poeta Albert Ràfols-Casamada (Barcelona, 1923). Él y Maria Girona constituían una de las parejas más queridas del mundo intelectual catalán, y a mi entender no están, ni uno ni el otro, excesivamente recordados. Como se conocieron en la Academia Tàrrega en 1945 e iniciaron una vida juntos tan pronto como en l950, los hechos principales de su vida profesional estuvieron compartidos en numerosas ocasiones y no solo con Albert como protagonista y Maria como “compañera de ruta”, sino con ambos en responsabilidades de casi igual importancia. Cada uno de ellos fue un estímulo para la carrera del otro; nunca, en todos los años en que conviví con ellos, vi rivalidad, sino un apoyo incondicional y una sintonía intelectual muy difícil de encontrar en nuestros lares.

Maria procedía de una familia muy culta, en donde su tío, Rafael Benet, fue un destacado crítico de arte. Fue Maria Girona quien le presentó a Albert otros artistas jóvenes, con los que formaron el grupo Els Vuit (1946), integrado por ambos y Miquel Gusils, Joan Palà, Ricardo Lorenzo, Vicenç Rossell y el músico Joan Comellas. Ellos representaron El Retablillo de Don Cristóbal, de Federico García Lorca (la primera obra que se representaba después de la muerte del poeta durante la Guerra Civil), con marionetas de Maria y escenografía de Albert. En aquella época hicieron amigos que lo serían de por vida: Francesc Todó, Josep Guinovart, Xavier Valls, Ramon Rogent... También en casa de los padres de Maria tuvo lugar la reunión fundacional del Primer Salón de Octubre (1948), una de las primeras iniciativas para romper con el arte oficial. Maria y Albert realizaron varias obras en común: unas cerámicas, hoy perdidas, carteles para la Compañía de Teatro Adrià Gual y las xilografías del grupo Estampa Popular, un movimiento iniciado en l960 que pretendía llegar a un público amplio, no elitista. En l950, con una beca del Cercle Maillol, se fueron a París, una estancia que fue definitiva para descubrir la modernidad, especialmente Picasso y el cubismo, Matisse, De Staël y la reciente abstracción informalista. Juntos también adoptaron un compromiso político a favor de la libertad de expresión y de la democracia; participaron en el famoso encierro en el monasterio de Montserrat, en l970, en protesta por el llamado Proceso de Burgos, y en 1977 pintaron al unísono un mural en las Cocheras de Sants de Barcelona, a favor de la libertad de expresión, contra la detención de Albert Boadella por su obra La Torna.

Nunca vi rivalidad entre ellos, sino un apoyo incondicional y una sintonía intelectual

En 1966 se creó la escuela de diseño EINA, a los pies de Vallvidrera, un centro autónomo y libre, de donde salieron diseñadores tan importantes como Carles Riart, Josep Lluscà, Anna Yglesias, Josep Bagà, y también artistas independientes como Carlos Pazos, Antoni Llena, Silvia Gubern, Ramón Herreros o Jordi Colomer. Sus profesores se encontraban entre los mejores profesionales del momento: además de Albert (que fue director) y Maria, estaban América Sánchez, Xavier Olivé, Román Gubern, Alexandre Cirici, Toni Miserachs, Federico Correa, Anna Bricall, Lelis Marqués… EINA fue un receptáculo de las ideas estéticas más avanzadas del momento, y en sus aulas y jardines se hicieron acciones conceptuales de enorme radicalidad, como las Esculturas vivientes durante el curso 1974-1975 o el proyecto En torno a un árbol. Adelantándose al boom actual sobre la gastronomía, en los ochenta se dieron clases magistrales de cocina en sus aulas, con Llorenç Torrado, Xavier Olivé, Miquel Espinet y Joan Enric Lahosa ejerciendo de chefs.

El vacío que dejó esta pareja es inmenso, porque había pocas personas tan cultas y tan generosas, tan abiertas de espíritu y tan solidarias, tan curiosas y dinámicas. Esta última particularidad parecería imposible en alguien tan callado y tranquilo como Albert Ràfols: “Nunca aprendí tanto de alguien que hablara tan poco”, me decía nuestro común amigo Miguel Milá. Los maledicentes hablaban de “Ràfols Casinada” pero yo recuerdo perfectamente que cuando los demás, en Cadaqués o Calaceite, hacíamos la siesta o nos bañábamos, él estaba ya, infatigable, con uno de sus cuadernos haciendo dibujos o escribiendo poemas. Maria, por su parte, era gruñona, pero solo con unos pocos y todos lo olvidábamos gracias a su inteligencia, a su gran sentido del humor y a su enorme cultura. Leía vorazmente: Henry James y la literatura rusa, y entre los catalanes, a Pla y Foix.

Tanto Albert como Maria heredaron lo mejor de la Cataluña de preguerra: la civilidad del Noucentisme y el espíritu abierto e internacional de las vanguardias artísticas. Van quedando pocos con este talante y es obligatorio recordarlos con admiración y, sobre todo, con respeto y afecto.

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Victoria Combalía es escritora y crítica de arte.

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