Incendios
Las protestas airadas que se extienden por el mundo, ¿son solo una expresión puntual de malestar, un desfogue colectivo condenado a diluirse en cuanto se exprese, o son el embrión de algo más profundo?
Politólogos, analistas y sociólogos se esfuerzan estos días en averiguar qué tienen en común las protestas que llenan los telediarios y si representan o no un punto de inflexión hacia una nueva expresividad política menos predecible y más difícil de encauzar. Si esta oleada de malestar que se expresa bajo el signo del fuego y la violencia callejera en lugares tan distintos como París, Hong Kong, Santiago de Chile, Beirut o Quito y realidades tan dispares como las de Francia, Colombia, Bolivia, Argelia o Irán, tienen causas comunes que las puedan conectar.
Casi todas las protestas estallaron de forma espontánea y se propagaron con gran virulencia y rapidez
De momento comparten un rasgo definitorio: la espontaneidad. Casi ninguna de estas protestas era previsible días o semanas antes de estallar. La de los chalecos amarillos de Francia estalló por una subida del gasoil. Un año después, el movimiento parece apagarse pero la conmoción que ha provocado en la sociedad francesa está lejos de desaparecer. El balance de daños no se limita a los 3.100 manifestantes condenados —600 de ellos en prisión— o los 1.750 policías y 2.448 manifestantes heridos. Algo más se ha roto en Francia: la idea de que todo está bajo control.
En Santiago de Chile el estallido fue una reacción airada al aumento del precio del autobús. Los 23 muertos y 767 detenidos dan cuenta de la virulencia de unas protestas que persisten pese a las promesas de cambio. La muerte de un joven estudiante que se manifestaba pacíficamente es la que hizo estallar en Colombia a una sociedad que ya no está dispuesta a seguir soportando tasas tan altas de criminalidad. Pocos podían imaginar que en el controlado Irán iba a estallar también una revuelta social, pero el aumento del precio de la gasolina fue la mecha de un incendio que se extendió a más de 100 ciudades, con un balance de 143 muertos y más de 7.000 detenidos.
Mientras se producía la gran expropiación de las capas medias y populares, la política entraba en crisis
En todos estos conflictos late el gran malestar de amplias capas de la población, que han visto cómo las condiciones de vida se degradaban, y de una juventud frustrada por la gran distancia que hay entre expectativas y realidades. A partir de los años ochenta, la desmovilización social permitió que el neoliberalismo impusiera su modelo de desregulación y asediara al Estado de Bienestar. Uno de los primeros lugares en los que se ensayó fue precisamente en el Chile de Pinochet. La receta neoliberal extendió por el mundo una oleada de privatizaciones, deslocalizaciones y externalizaciones que dejaron a mucha gente a la intemperie. Han pasado 32 años desde que Margaret Thatcher pronunciara la famosa frase: “There is not society”. La sociedad había dejado de existir para la dama de hierro y ahora salen las consecuencias.
Todas estas revueltas tienen en común el deseo de hacer visible un malestar profundo, el de los perdedores de la globalización. Para Christophe Guilluy, autor de No Society, el fin de la clase media occidental, tanto estas revueltas de gente indignada como la oleada de populismo reaccionario que se extiende por el mundo occidental son el resultado de esa quiebra de expectativas. Las nuevas formas de protesta —reactivas, espontáneas e imprevisibles— no son más que la parte emergente del poder blando de las clases populares desposeídas.
Mientras se gestaba la gran expropiación que ha esquilmado a las clases medias y populares, la política entraba en crisis. En la medida en que no era capaz de evitar esa desposesión ni imponerse sobre las reglas de un mercado implacable, la política perdía legitimidad, y con ella, todas las formas de intermediación: los partidos, los sindicatos, el periodismo.
La mayoría de las protestas han surgido y se han expandido sin organización ni estructura previa y sin un programa de objetivos claramente definido. La versatilidad de las redes sociales ha permitido suplir esa falta de instrumentos organizativos. No suelen tener líderes visibles y si los tienen, son cambiantes. Eso es lo que los hace tan imprevisibles. Ni los partidos políticos ni los sindicatos han sido capaces de canalizar este malestar. Las protestas han alcanzado en muchos lugares una virulencia a la que no estábamos acostumbrados. Sus protagonistas saben que solo cuando alteran el orden y la paz social son tenidos en cuenta. Solo el fuego da visibilidad. Todas estas revueltas basan su poder en la visibilidad mediática. Al hacer patente el malestar se vuelven contagiosas y crean corrientes de identificación que les permiten aumentar el poder de intimidación.
Los regímenes autoritarios tienen clara la respuesta: represión y silencio. Lo primero que hizo el gobierno iraní fue decretar el bloqueo de internet. La democracia, en cambio, no sabe bien cómo reaccionar. Emmanuel Macron convocó en Francia un gran debate nacional. El presidente de Chile, Sebastián Piñera, ha prometido un cambio en la Constitución. No está claro cómo van a evolucionar. Estas formas de democracia irritada de la que habla Daniel Innerarity, ¿son solo una expresión puntual de malestar, un desfogue colectivo aparatoso y virulento condenado a diluirse en cuanto se exprese, o son el embrión de algo más inquietante y profundo?
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