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No nos engañemos, era populismo

El independentismo catalán coincidió con la oleada antielitista provocada por la crisis de 2008 y ahora empieza a descubrirse a sí mismo como la variante del nacionalpopulismo internacional

Lluís Bassets
Artur Mas, en el cartel electoral de CiU de las autonómicas del 25 de noviembre de 2012.
Artur Mas, en el cartel electoral de CiU de las autonómicas del 25 de noviembre de 2012.

No nos engañemos. Era populismo. Y lo era desde el primer día. Un populismo que disimulaba y que se resistía a llamarse por su nombre. Pero que coincidía en todo con las caracterizaciones del populismo más precisas, debidamente catalogadas por los politólogos. Rechazo de una élite que se había separado del pueblo. Mitificación del pueblo como instancia salvadora. Antipluralismo resultante de la división entre un nosotros y un vosotros. Aproximación antipolítica y antipartidista a la organización de los ciudadanos. Tendencia conspiranoica a la hora de explicar las dificultades políticas. Interpretación determinista y mesiánica de la Historia. Capacidad persuasiva alrededor de la idea de relato y de posverdad. Exaltación de una democracia directa que tiene un momento culminante y salvífico en un voto plebiscitario con capacidad para cambiar definitivamente el curso de las cosas. E, incluso, una tendencia difícilmente reprimida al culto al líder, a pesar de que los tiempos actuales sean precisamente de gran mediocridad y de crisis en los liderazgos.

Todo esto y mucho más permaneció desde el primer momento debidamente oculto, negado o tergiversado por el aparato de propaganda, potente, eficaz, profesional, y por la utilización del Govern y de las instituciones de autogobierno por parte del movimiento que quería romper con la institucionalidad constitucional y estatutaria catalana. El proceso no tan solo ha reunido todas las características propias del populismo, sino que sus dirigentes, además, se han esforzado a reunirlas, como si siguieran un manual o una plantilla, tal como se observa en el análisis de las operaciones propagandísticas más exitosas, entre las que destacan la construcción del derecho a decidir, la fabricación del unionismo como ideología enemiga o la manipulación de la historia sobre el mito de 1714.

Hay, como mínimo, tres elementos originales del populismo nacionalista catalán, que ya podemos denominar nacionalpopulismo, siguiendo la caracterización de Roger Eatwell y Matthew Goodwin (Nacionalpopulismo. Por qué está triunfando y de qué forma es un reto para la democracia, Península). La primera es la dualidad de la organización y del impulso, desde la institucionalidad autonómica y desde las organizaciones de la sociedad civil. No es un movimiento que llega al poder, como ha sucedido en todas partes, sino un poder que descubre el movimiento, un populismo por lo tanto de doble impulso, desde arriba y desde bajo, y, en consecuencia, de una tracción y unos recursos, públicos y privados, mucho más potentes.

El segundo es que su rechazo de las élites, fundamental en todo populismo, en el caso catalán se focaliza, aunque no exclusivamente, en las élites españolas. A las élites catalanas, que existen y que tienen bastante poder, incluso en el ámbito español, se las tiene que neutralizar, evitar que estén en contra si es que no pueden decantarse a favor, una tarea a la que dedica gran parte de sus energías el presidente Artur Mas, la personalidad polivalente capaz de adaptarse al escenario que haga falta, ya sea organizar un nuevo pacto de las élites o dirigir el pueblo hacia la Ítaca independentista. La actitud tan criticada, por uno y otro lado, de la clase empresarial catalana, sus silencios prolongados, su pasividad y su repentina reacción de fuga después del 1 de octubre, tienen que ver directamente con la peculiar relación que se establece entre el pueblo catalán levantado y sus élites, que son y no son catalanas y son y no son españolas.

Después del largo periplo del 'procés', la crítica liberal y realista al populismo empieza a llegar ahora al mundo independentista.
Después del largo periplo del 'procés', la crítica liberal y realista al populismo empieza a llegar ahora al mundo independentista.

El tercer punto diferencial es la forma de exclusión que practica el nacionalpopulismo independentista. Siempre tiene que haber exclusión, ya sea en el populismo de derechas o en el de izquierdas. Con la peculiaridad que el de derechas excluye al extranjero, al inmigrante o al ciudadano de religión diferente a la mayoritaria, en un esquema abiertamente etnicista y xenófobo, mientras que el de izquierdas excluye a quienes hacen el juego al statu quo y a las élites y no se adhiere a la unanimidad de la construcción del pueblo. En nuestro caso, esto pasa después de incitarlo a apoyar el derecho a la autodeterminación, ya sea enmascarado como derecho a decidir, ya sea como supuesto derecho humano fundamental.

El populismo de izquierdas, que es el que ha proporcionado la matriz al procés, más que excluir, margina y silencia, a pesar de que el resultado que ha obtenido, en los siete años del procés, ha sido la aparición de un populismo catalán simétrico, más derechista pero de identidad española, que construye los mismos mitos sobre las élites, el pueblo e incluso la antipolítica, pero alrededor de una identidad contrapuesta. No podemos olvidar que el camino populista es el que corresponde a las políticas de la identidad, opuestas a las políticas de ciudadanía, y en eso Cataluña aporta una originalísima, y también preocupante, acumulación de populismos de derechas y de izquierdas alrededor de las identidades española y catalana: después de Ciudadanos, creación exclusivamente catalana, aún ha aparecido Vox, con una impronta fuertemente reactiva que el independentismo también ha intentado negar.

Junto a toda esta caracterización, la primera señal o la señal más superficial que acreditaba la raíz populista del procés parece casi un juego infantil. La dio el propio Artur Mas ya en 2012 con un cartel electoral del que seguro que se arrepintió. Con los brazos levantados, atendiendo la demanda del pueblo, parecía Charlton Heston caracterizado como Moisés en la superproducción de Hollywood Los diez mandamientos. En aquella imagen inicial y premonitoria ya estaba todo: el pueblo, el destino, el caudillo, la voluntad, o incluso la rebuscada reminiscencia del famoso El triunfo de la voluntad, la película de 1935 de Leni Riefenstahl. Primer signo de populismo, pues, pero signo entero, total, donde no falta nada. Incluso el hombre fuerte que suele culminar la trayectoria populista, identificado con La voluntad de un pueblo, que es lo que decía el eslogan de aquellas elecciones en que el presidente de la Generalitat pedía una mayoría indestructible para desafiar la mayoría absoluta de Mariano Rajoy y empezar el viaje “a rumbo desconocido”.

El populismo enmascarado que Mas iba tejiendo quería contrarrestar el populismo de izquierdas que se manifestó el 15-M, también en Cataluña, y que creó una profunda preocupación en las filas nacionalistas. No había senyeres, en las concentraciones de los indignados. Apenas se hablaba catalán. Además, hubo el asalto al Parlament de Cataluña como institución simbolizadora del establishment, cuando Artur Mas y el Govern tuvieron que huir en helicóptero, en toda una apoteosis del rechazo a la política, a los partidos y a las instituciones.

En los hechos, Mas ha ejercido todos los papeles del auca: ha hecho de élite europeísta defensora del rigor y de los recortes, en perfecta coordinación con el PP español, y ha hecho de líder dispuesto a romper con el statu quo y a abrirse a los acuerdos con los movimientos populistas de izquierdas opuestos a la disciplina europea. Ha pactado con Esquerra y ha tendido la mano o se ha sometido a la CUP. Ha querido convencer y mantener tranquilas las élites catalanas y españolas, pero también ha buscado alianza populista con las izquierdas.

El populismo de Mas quería contrarrestar el de izquierdas del 15-M, que creó una profunda preocupación a los nacionalistas

Aquel momento elegido para el órdago al Gobierno de Rajoy no podía ser más significativo: el verano de 2012, cuando España se encontraba a punto de ser intervenida por los hombres de negro de la troika europea y Cataluña estaba sin liquidez y necesitada de las inyecciones del Gobierno de Madrid para mantener el funcionamiento de su administración. Fue un auténtico momento populista, escenificado en el reconocimiento por parte del presidente Mas de la subordinación a las entidades convocantes de las manifestaciones, la ANC y Òmnium Cultural, y en la renuncia a la actitud crítica de los intelectuales del procés, Xavier Rubert de Ventós y Salvador Giner fundamentalmente, tan bien retratada por Jordi Amat, cuando se concentraron en el retorno de Madrid en la plaza de Sant Jaume para apoyar al president (La conjura de los irresponsables, Anagrama).

Pero había otras muchas señales, y de características que tendían a minimizarse, con la ayuda exculpatoria de los que consideran que el concepto de populismo esconde más que no enseña, es decir, que sirve para buscar falsas explicaciones a los problemas y para perpetuar el statu quo en lugar de ayudar a encontrar alternativas en sus propuestas. Hasta el punto que su uso se ha hecho sospechoso, como si no fuera posible ni hubiera autorización para encontrar parecidos entre Trump, Johnson, Salvini y Orbán y, sobre todo, los nacionalpopulistas propios, Mas, Torra, Puigdemont, a pesar de la coincidencia de argumentos, de actitudes y de toxicidad.

Lo explicó muy bien el propio Mas cuatro años después en un artículo en La Vanguardia de título explícito y sintético: Nuestro soberanismo no es populista (4 de diciembre de 2016). La mayor parte del soberanismo, decía Mas curándose en salud, no era populista porque era europeísta, defendía acoger a inmigrantes, quería “mantener corrientes de solidaridad —también con España”, se esforzaba en el cumplimiento de las normas de rigor europeas, y quería pagar la deuda y seguir en el euro, un catálogo que ha ido cambiando a medida que la CUP ha ido tomando las riendas.

Ahora el negacionismo del populismo ha dejado de funcionar. Todo está muy claro. Es difícil de confundir, no tanto por una repentina lucidez de los observadores como por la emergencia de pruebas incontestables. Se identifica fuera y se reconoce dentro. Son autorizados testigos de ello dos intelectuales independentistas tan caracterizados como Salvador Cardús y Francesc-Marc Álvaro. En un artículo en el periódico Ara, titulado L'independentisme populista (2-9-19), Cardús asegura que el populismo independentista “ya es un hecho, aunque de dimensiones difíciles de medir”, y advierte que “puede acabar siendo la carcoma que (...) lo traiga si no a la derrota definitiva sí a un incierto aplazamiento de la victoria final, que quedaría para futuras generaciones”.

Líderes políticos de diferentes países: Matteo Salvini (Italia), Viktor Orbán (Hungría), Donald Trump (EE UU) y los ingleses Boris Johnson y Nigel Farage.
Líderes políticos de diferentes países: Matteo Salvini (Italia), Viktor Orbán (Hungría), Donald Trump (EE UU) y los ingleses Boris Johnson y Nigel Farage.

Cardús critica “la idealización de la noción pueblo, en cuyo nombre se habla en vano y cada cual le hace decir lo que quiere”, subraya la gravedad “del antipartidismo” y destaca el papel de las emociones, que hacen “ver conspiraciones en todas partes”, a pesar de que el reproche más destacado —por cierto, un poco tardío— es que “simplifica la realidad y crea falsas expectativas”. Es entrañable su esfuerzo autocrítico, que llega a reconocer la costumbre de “ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio”.

Álvaro lo ha explicado de una forma aún más extensa y completa en su libro autocrítico (Assaig general d'una revolta, Pòrtic), en el que él mismo parece hacerse eco de su anterior libro autoindulgente, titulado Per què hem guanyat. La crítica liberal y realista a los populismos, tan necesaria para evitar que crezcan y tomen posiciones irreversibles, empieza a llegar justo ahora al mundo independentista, y merece que se la reciba con respeto y con ánimos. Es mejor tarde que nunca. Un independentismo que se adscriba a los principios de ciudadanía y no a los de identidad es el que necesita el movimiento para salir del callejón sin salida. Gran parte del problema es estrictamente identitario, de una parte de la población que definitivamente no está dispuesta a ser identificada como española, una cuestión que las políticas de ciudadanía de la Constitución de 1978 había resuelto momentáneamente, y que después han dejado de funcionar.

Solo es un primer paso, ciertamente, que se limita a la autoflagelación en las cuestiones más obvias, denunciadas desde hace mucho tiempo, casi desde el comienzo, por los creadores de opinión excluidos por el unanimismo independentista de sus debates ensimismados. La crítica —la autocrítica— tiene que avanzar mucho más. Tiene que llegar a la propia idea de independencia, la divinidad oculta de la religión del procés, confundida con un proyecto político que, a la hora de la verdad, se ha visto que era nebuloso o quizás inexistente.

La brecha que sufre hoy la sociedad catalana todavía puede abrirse mucho más. Sobre todo si estas voces autocríticas no encuentran eco ni sirven para ensanchar los espacios de la democracia deliberativa, ahora destruidos, donde todo el mundo se pueda volver a encontrar. Todos, no las partes que designen unos y otros para hacerlas pasar por el todo. Hay que ir más lejos y hay que hacer caso a las autocríticas, a pesar de que todavía estén mentalmente colonizadas por la necesidad autojustificativa que les pide trasladar la culpa, toda o en parte, al enemigo secular. Es significativa la falta de autonomía intelectual que obliga a buscar sistemáticamente argumentos simétricos que compensen el reconocimiento forzado de los propios errores y que impide atreverse a pensar autocríticamente y a la vez con independencia.

Es un acierto la aparición entre los más autocríticos de una cierta voluntad de realismo político, que obliga a analizar con atención la correlación de fuerzas y a evitar los espejismos y las ilusiones. Y también lo es la evolución del procés desde el iliberalismo en una dirección abiertamente liberal, que conduce a huir de las políticas identitarias y a favor de la idea de ciudadanía. Si todo esto se hubiera sabido hace siete años, no habría tenido que empezar el procés, el disparate. Ahora que ya lo sabemos, quizás sería hora de intentar enderezarlo, y urgentemente, antes de que vuelva a escaparse del todo de las manos y acabe arruinando el país.

Hemos superado o estamos a punto de superar la fase de la inmaculada concepción de la nación sin pecado original. Cuando todo tenía que ser sencillo y pacífico. Cuando había mucha prisa y eran necesarias las fechas y hojas de ruta. Cuando se daba por hecho que se mantendría la unidad civil y que se huiría de los extremismos. Cuando tenía que ser un camino democrático impecable y la referencia europea se mantendría sólidamente, incluida la disciplina del déficit. Pero todavía queda mucho por hacer. Estamos lejos, todavía muy lejos, de la Ítaca de la recuperación de la razón y de la concordia.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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