El otoño del cisma independentista
Del porcentaje de independentistas que queden encuadrados en uno u otro lado dependerá la posibilidad de que la cuestión catalana tenga alguna solución o ninguna en los próximos años
En tiempos de Jordi Pujol el curso político se abría con unas declaraciones suyas tras ascender a un pico catalán. Desde la cumbre el presidente miraba, metafóricamente, el país que, tras un breve receso, debía gobernar. Como había hecho en sus inicios el catalanismo el viaje a la montaña servía para ligarse a la tradición. El nacionalismo catalán, un fenómeno urbano, iba así al encuentro de aquellos elementos simbólicos que las tertulias barcelonesas reelaboraban para justificar en los aspectos particulares del pasado su proyecto de futuro.
A finales del siglo diecinueve y principios del veinte, cuando el catalanismo político tomó cuerpo, políticos e intelectuales y, sobre todo, hordas de excursionistas, sardanistas y orfeonistas jóvenes salían de Ciutat para exportar la buena nueva del hecho diferencial al interior catalán, donde sin contacto a penas con la inmigración castellanohablante no había necesidad alguna de preguntarse que adscripción tenía uno.
Desde 2012 el curso político ya no se inicia cuando el nacionalismo catalán va a la cumbre de una montaña, sino cuando éste baja del interior a la metrópoli. Por un día sus habitantes dejan masivamente las tierras “altas”, de alma incorrupta catalana, para reunirse en la terra baixa, que tan bien describió Guimerà, impura, de alma corrompida. El objeto no es otro que mostrarse, "existimos", pero sobre todo contarse para insuflar ánimo, "todavía somos muchos", y continuar así otro curso dejando atrás los desánimos del anterior.
En pocos días una nueva manifestación multitudinaria dará cuenta que el interior es mayoritariamente —y ya no lo dejará de ser— independentista. Con ello entraremos en un nuevo curso en el que tendrá lugar el gran cisma puesto que toda búsqueda de unidad en el movimiento independentista es hoy inútil porqué, en su seno el diagnóstico de lo sucedido en el proceso que llevó al octubre de 2017 es dispar. Sus principales actores lo saben, aunque nadie se atreva —lo mismo que el 27 de octubre de 2017— a ser el primero en hablar para que no le cuelguen el sambenito.
Cuando a mediados de octubre se conozca la sentencia del Supremo tendrá lugar una nueva manifestación, amplia, contundente, de rechazo, que muy probablemente terminará con algunos altercados. Ese día ni "lo volveremos a hacer", ni se hará nada nuevo, pese al desazón interior que producirá comprobar que a una decena de personas, con sus familias respectivas, se les abre una perspectiva muy negra por delante. Tras ese momento el cisma en el independentismo ya será una realidad, pero si se reactiva la euro orden y acabamos presenciando la penosa imagen de un presidente de la Generalitat bajando de un avión escoltado por la policía, la fractura ya será total.
En un lado quedaran los intransigentes. Aquellos que consideran que con acciones de desobediencia acérrima el independentismo puede desestabilizar España y forzarla a un referéndum de autodeterminación. Son los mismos que consideran que en un plebiscito el sí'obtendría más del 47% de los votos, que es donde se sitúa el computo de votos separatista en unas elecciones convencionales. También son aquellos que creen que el 1-O fue el día más importante de la historia contemporánea de Cataluña y que no hace falta perder el tiempo con convencer a vecinos y amigos porqué la República catalana ya está proclamada y tan solo se debe implementar.
En el otro lado quedaran los posibilistas. Aquellos que han visto en el desafío unilateral un descalabro y consideran que para separarse de España hace falta algo más que propaganda y que las clases medias que apoyan el independentismo no viven tan mal como para jugarse su día a día a cambio de un futuro incierto. Son los mismos que albergan dudas sobre si ante un referéndum el 47% seguiría compacto en el sí. También son los que creen que el 1-O fue un acto de desobediencia y autoorganización muy notable pero exento de reconocimiento y que si, pese al impacto emocional generado por la actuación policial, los encarcelamientos y el juicio, el voto independentista no ha superado el 50% es que es necesario convencer gobernando a más conocidos y saludados de las virtudes de una Bélgica mediterránea.
Estas dos tendencias se darán en todos los partidos y organizaciones independentistas y se producirán reorganizaciones y bajas sonadas de militantes. Tras el cisma, el independentismo posibilista etiquetará de "eternos agitadores" a los intransigentes y, con liderazgos emergentes, tenderá a aproximarse a las formaciones catalanistas existentes —PSC, Comuns— y otras en fase de concreción.
El objeto será pactar un nuevo marco de relación de Cataluña en España que sea refrendado, y situará la reclamación de un referéndum de autodeterminación en un plano retórico para no renunciar al mito, ya hoy, del 1-O pero para plantearlo en caso de una mayoría independentista holgada en el futuro, pero no a corto plazo.
Éste movimiento llevará a los independentistas intransigentes a incrementar la presión sobre los posibilistas —que fácilmente serán etiquetados de botiflers y de cosas peores— como ya ha comenzado a ocurrir. Del porcentaje de independentistas que queden encuadrados en uno u otro lado dependerá la posibilidad de que la cuestión catalana tenga alguna solución o ninguna en los próximos años.
Joan Esculies es escritor e historiador
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