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Confesiones de una generación timada

Jóvenes madrileños que creyeron en el “estudia y llegarás lejos” se dan cuenta ahora de que era una gran mentira.

Alumnos de Bachillerato repasando sus apuntes antes del inicio de los exámenes de selectividad en la Ciudad Universitaria de Madrid
Alumnos de Bachillerato repasando sus apuntes antes del inicio de los exámenes de selectividad en la Ciudad Universitaria de MadridVÍCTOR SAINZ

Muchos jóvenes han visto definitivamente frustradas sus expectativas de vida con la gran crisis económica. El “trabaja y llegarás lejos” ha sido la mentira de su generación y forman el colectivo de edad en el que los índices de pobreza y exclusión son más elevados. Dos amigos madrileños cuentan su experiencia.

Raúl y Julia, ambos de 26 años, acaban de salir de trabajar. Son dos amigos de Madrid que han quedado en Vallecas para tomar una cerveza en la terraza, hablar sobre trabajo y contarse qué tal.

Los dos entran dentro del colectivo de trabajadores pobres que forman los jóvenes actualmente. Están sobrecualificados para los trabajos que ejercen y ganan menos de 700 euros al mes. Llevan humus casero y litronas marca Lager de 1 euro: “No nos podemos permitir tomar algo por ahí cada vez que quedamos”.

El mercado laboral al que se enfrentan la mayoría de los jóvenes se caracteriza por la precariedad: empleos de corta duración, jornadas reducidas o muy extensas y en sectores con remuneraciones menores, según el Consejo de la Juventud, que en su último Observatorio de Emancipación señalaba que el 19% de los menores de 30 años se emancipan. Julia y Raúl, al menos, dan las gracias por tener trabajo. Su caso no es aislado: son una muestra del entorno hostil que rodea a muchos jóvenes en la ciudad.

Julia es licenciada en Ciencias Políticas con un máster en Género y Desarrollo. Fue la mejor de su promoción en ambos cursos: “la competitividad y el sistema educativo me llevaron a tener episodios de ansiedad”.

Tras hacer las prácticas cuatro meses en el Observatorio de Paridad Democrática de La Paz (Bolivia) volvió a España con la esperanza de encontrar trabajo en su ámbito, “de formadora en igualdad o en el ámbito internacional”. Pero se dio de bruces con la realidad de la precariedad: “Me pedían una experiencia imposible con 26 años y una exageración de requisitos”.

Finalmente, acabó trabajando en una empresa de estudios de mercado como teleoperadora: “Un trabajo para el que únicamente piden la ESO (Educación Secundaria Obligatoria)”.

Fue contratada por obra y servicio, como la mayoría de sus compañeros: “Significa que la empresa te puede echar cuando quiera y luego te vuelve a contratar cuando te necesiten”. Después de casi un año ha conseguido un contrato fijo discontinuo: “Es lo mismo pero al menos eres el último al que echan si no hay curro y conservas la antigüedad”.

Su trabajo consiste en hacer encuestas durante cinco horas diarias con 10 minutos de descanso, en total por menos de 500 euros al mes. “El ambiente en el trabajo no era el mejor y eso, sumado a que soy consciente de que he pasado formándome muchísimo tiempo para acabar en este trabajo me ha llevado a la depresión”. El resultado fueron dos meses de baja con “una medicación que a veces jode incluso más que la ansiedad”.

Ella tiene la “suerte” de vivir con su pareja. Pero eso le plantea una gran contradicción: “Él es el que paga el alquiler de la casa y tenemos un acuerdo en el que yo me encargo de las tareas domésticas, lo cual para mí, habiendo estudiado Género, me supone la contradicción de aceptar el juego del patriarcado”. La carga emocional de Julia “es tremenda”: “Encargarme de lo doméstico, además, no me permite formarme y estudiar la oposición que quiero, que es lo único que me llevaría a tener un trabajo decente”. Sabe que no es culpa suya: “Lo que hay ahí fuera no nos permite desarrollarnos ni profesionalmente ni en lo personal”.

A su lado, Raúl la escucha y asiente a todo lo que dice. Ninguno da su verdadero nombre por miedo a represalias o por si hablar les supone alguna dificultad para ser contratados en el futuro. Raúl estudió Biología y una FP (Formación Profesional) -para asegurarse de tener trabajo más allá de la carrera-.

Durante el último año ha trabajado en un call center, ha sufrido estafas piramidales, ha estado vendiendo papeletas para una ONG, de profesor de apoyo en un colegio y de teleoperador. Actualmente continúa en estos dos últimos empleos. “Pluriempleado por menos de 700 euros al mes”, dice con un gesto entre la sonrisa y el desasosiego, “son trabajos dignos, pero poco agradecidos y sin nada que ver con las cualidades para las que me formé”, asevera.

Él ni siquiera ha podido irse de casa de su familia. “Tal y como están los precios del alquiler ahora mismo, mi sueldo supondría un alquiler entero”, se lamenta. A la vez, estudia cursos que le ayuden a “salir de este mundo laboral”. “No llevo siete años de mi vida estudiando para acabar aquí”, señala.

Y, antes de acabar, trata de dar un mensaje a las generaciones adultas que su compañera secunda: “Buscar trabajo también es trabajo. No nos tocamos las narices. Es mucho tiempo dedicado y mucha ansiedad. Yo he estado tres semanas sin trabajo buscando horas y horas mañana y tarde. De generación nini nada”.

Los dos jóvenes coinciden que no son “casos aislados”, ni en su trabajo ni entre sus compañeros de carrera: “La mayoría, sobrecualificados para lo que están haciendo”.

“No sé qué pretenden hacer con la juventud”, dice Raúl, “nos tienen sin trabajo, sin independizarnos y precarios y eso nos hace estar frustrados y desengañados”. No se sabe bien a quién se refiere, pero se intuye.

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