Mediterráneo
Mientras haya peligro de muerte inminente de miles de personas, serán profundamente reprochables las prohibiciones de acudir en su socorro. Sería deseable que esas normas prohibitivas fueran derogadas
Llegó agosto. Nuestro Mediterráneo se va llenando de embarcaciones de ocio de todas las clases, dimensiones y categorías. Pero no todas son de ocio. Miles de personas se embarcan hacia nuestras playas en condiciones dramáticas de inseguridad, buscando una vida mejor, o simplemente, buscando vivir. El Open Arms, tras un largo periodo de inactividad impuesto por nuestras autoridades, zarpó desde Barcelona para seguir cumpliendo su objetivo solidario inicial de salvar vidas, pese a que las autoridades marítimas no se lo ponen fácil. Una Orden del Director General de la Marina Mercante, fechada el 27 de junio pasado, le prohibió “realizar operaciones de búsqueda y salvamento u otras actividades que deriven con toda probabilidad en tales operaciones”, si no tiene autorización de la autoridad responsable de la región donde navegue. Léase la de Libia, o de Salvini. La Orden establecía que si desobedece, o sea, si salva vidas en situación de peligro inminente de muerte sin previo permiso de esas autoridades, se le podrá ordenar el regreso y paralización, sancionándole con multa de hasta 900.000 euros y, para el capitán, la suspensión del título profesional español.
Casi simultáneamente, el 29 de junio, la joven capitana del Sea Watch 3, Carola Rackete, era detenida por atracar en el puerto de Lampedusa para desembarcar a cuarenta migrantes que había salvado y llevaban 17 días en su barco en dificilísima situación, por la prohibición de atraque de las autoridades italianas. La juez de Agrigento, a cuya jurisdicción pertenece Lampedusa, decidió que la actuación de Carola era ajustada a derecho porque la obligación humanitaria y legal de salvamento comprende la de dejar al náufrago en tierra segura.
En España también es lícito, e incluso obligatorio, el salvamento y desembarco seguro. El Código penal castiga la omisión del deber de socorro. Y no solo eso. Si a causa de la omisión del socorro muere el desasistido, el que no socorrió, pudiendo hacerlo, será reo de homicidio, porque tenía obligación legal de socorrer conforme al Convenio internacional de Londres sobre salvamento marítimo de 1989, ratificado por España y en vigor desde 2005.
La Unión Europea (UE) estableció criterios y normas para la absorción de los flujos migratorios que llegaban por tierra y por mar. Pero tales normas se cumplieron, como dice López Garrido, mediante la externalización del asilo y el subarriendo de fronteras y campos de refugiados. La esencia cultural y jurídica de Europa como líder de los derechos humanos se dejó en manos de Turquía o Libia “por un puñado de dólares”. Este retorcimiento hipócrita de sus propias normas priva de autoridad moral a los Estados para sancionar las desobediencias practicadas en casos extremos de estado de necesidad.
Por esta razón, Rackete y los del Open Arms aseguran que continuarán cumpliendo su compromiso asumiendo las injustas reacciones sancionadoras de los Estados. Como ellos, otras embarcaciones vuelven a zarpar en auxilio de migrantes náufragos, y pese a prohibiciones y sanciones, vuelven a arribar a Lampedusa, Malta o cualquier otro puerto del Mediterráneo, para desembarcar a los socorridos en tierra segura poniéndoles a disposición de las autoridades. En ningún caso buscan favorecer la inmigración ilegal generando la estancia irregular y clandestina , como acusa Salvini.
La desobediencia civil que proclamó Thoreau en 1849 ha cambiado de dimensiones. Las normas injustas que ahora desobedecen Carola y los demás salvadores de náufragos, son impulsadas más o menos directamente, y toleradas, por la UE, y dictadas por Estados que, previamente, han desobedecido sus propias leyes nacionales y el histórico derecho internacional del mar, plenamente en vigor. Esos Estados pueden tener autoridad para prohibir, multar y suspender, pero carecen de autoridad moral para convencer a la mayoría de los ciudadanos. Aunque crezca el contagioso virus de la xenofobia en Europa, siempre será superior en cantidad y calidad el valor ético de la solidaridad. Mientras haya peligro de muerte inminente de miles de personas en el Mediterráneo, serán profundamente reprochables las prohibiciones de acudir en su socorro. Sería deseable que esas normas prohibitivas fueran derogadas democráticamente por otras humanitarias e inclusivas. Pero ni la UE ni los Estados parece que estén por la labor a corto plazo. Y, mientras tanto, las muertes en el mar no pueden aplazarse. Por eso siempre habrá quien se dedique al salvamento, aunque sea arrostrando dificultades y represiones estatales, porque, como lamentaba Serrat, nuestro Mediterráneo no debería ser “un basurero y un sarcófago donde se agolpan los cuerpos de aquellos que huyen de sí mismos en busca de una vida mejor”.
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