Microscopía de Madrid
La capital se comporta como una célula, según la particular visión de Andrés Paris, para quien los ciudadanos seríamos un conjunto de proteínas
La ciudad de Madrid es la unidad vital y funcional de sus habitantes. Como una célula, levanta rascacielos para reproducirse al borde de la membrana lipídica, adapta nutrición y tráfico a los aires que la envuelven, exporta e importa noticias y entropía para mantenerse fuera del equilibrio termodinámico en relación al entorno; cumple, en suma, las propiedades de la vida. En ella, millones de proteínas, algunas con clavel en la solapa, engranan bajo el circadiano reloj de Sol para ser más que la suma de todas. Y es que hay una natural equivalencia entre los ordenados átomos de la biología más simple y la urbe del oso y el madroño.
En tejados de fosfolípido y colesterol, también, en las alturas del Pirulí, una red de parabólicas capturan y envían señales del y para el mundo exterior: otras ciudades o células. De trabajar en algo —mi tesis doctoral— yo sería un técnico supervisor, aún en prácticas, especializado en una de estas antenas, la CD127, y los mensajes de interleucina 7 que llegan de otras poblaciones inmunológicas.
La bicapa plasmática, los dos sentidos de la M-30, es el primer paso obligado de forasteros hacia el corazón de la capital. Si logran atravesar la barrera de fosfatos, a través de uno de los transportadores subterráneos, péptidos autóctonos y extraños pueden pasear e interaccionar por las calles y plazas metabólicas más transitadas de Madrid: la Gran Vía de la Glucólisis y el Ciclo del dos de Mayo tricarboxílico, en la mitocondria de Malasaña. De su encuentro con el jolgorio ininterrumpido de música, literatura y disputa, surte, en el citoplasma de bares y cafés, el rayo que vivifica la metrópoli, la energía química, el ATP de la diversión que las proteínas necesitan, como trabajadoras que son, para seguir con su labor la primera hora del lunes.
Para facilitar el trasiego y la nueva ubicación en la célula, ésta pone a disposición de macromoléculas o peatones una red de transportes para elegir entre: la dineína del metro, con cuidado del pie entre coche y tubulina; la kinesina del Cercanías, también sobre rieles de microtúbulos, y la miosina de los autobuses sobre asfalto o haces actina.
En días fesivos, traqueteando en el interior de estas largas vesículas, en ambiente más o menos ácido según las horas del endosoma, las proteínas pueden finar su recorrido, para dar O2 fresco a los patos, en los verdes páramos de la célula. En el más célebre, el Cloroplasto del Buen Retiro, fotosistemas de todos los lugares -algunos para boda y comunión-, con sus cámaras de clorofila, discurren por sus calzadas y dominios buscando la mejor luz para sus retratos.
Pero sobre todo, o casi todo, el núcleo delgado de Madrid celular, extendido a lo largo del Paseo del Prado y de Recoletos, desde Atocha hasta Colón, acoge la memoria y destino de la localidad. Los cromosomas —museos o cuerpos de color— del Reina Sofía, Prado y Tyssen; junto con todas las letras encadenadas y codificadas en las bases nitrogenadas de la Biblioteca Nacional, reúnen la historia y presente de la ciudad: los planos, herramientas y cultura que la erigieron, su ADN.
Atendiendo a este, en el centro, el Ayuntamiento de Cibeles Polimérico se encarga de atender las demandas proteicas y no dejar vacío ningún puesto de trabajo por la salida de las vacantes de oposición en el boletín oficial del ARN.
Antes de marchar de la villa por exocitosis desde el aeropuerto de Barajas, como soy polímero goloso, pasaré por La Mallorquina de Golgi para glicosilarme la mano, recordando que Madrid es la unidad vital y funcional de sus proteínas.
Andrés París Muñoz (Madrid, 1995) es graduado en Bioquímica por la Universidad Autónoma de Madrid con máster en Biomedicina molecular. Actualmente realiza su tesis doctoral sobre nanotecnología e inmunoterapia en el Centro Nacional de Biotecnología con una beca de La Caixa
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