La natalidad como síntoma
Ellas deben poder escoger y decidir los tiempos, los modos y los momentos. Y la obligación del Estado es conseguir con políticas activas que las mujeres tengan las condiciones óptimas para hacerlo
“Los hijos que Dios nos dé”. Este era el caprichoso principio que gobernaba la natalidad en la España católica. Las decisiones sobre la maternidad no estaban en manos de las mujeres sino del azar natural y de la arbitrariedad en tanto que la voluntad divina es por definición indemostrable. Con la misma velocidad con que la España católica ha pasado a ser uno de los países más descreídos del mundo, los índices de natalidad han caído al nivel más bajo: 1,25 hijos por mujer. Acompañados de signos alarmantes como los 31 años como media de edad a la que se tiene el primer hijo, o el número de mujeres —8,5%— que llegan a madres pasados los cuarenta.
Los extranjeros necesitan venir y nosotros, que vengan, y no debe hacerse de la inmigración un problema
Naturalmente, en un cambio de estas características acostumbran a operar factores muy diversos. Pero la correlación de los datos de natalidad con la edad de emancipación de los jóvenes, que en España se sitúa por encima de los 29 años, contribuye a que se privilegien las explicaciones socioeconómicas. De modo que tres causas dominan los debates públicos: la precariedad laboral, el encarecimiento salvaje del precio de las viviendas y la falta de ayudas públicas que incentiven la natalidad. Son tres problemas de los que la política habla mucho pero sobre los que actúa poco, atrapada en su impotencia ante una economía que ha degradado al factor trabajo, convertido en primera vía de ajuste de las empresas, y que rechaza cualquier iniciativa que limite la pulsión especulativa, por ejemplo, en el precio de la vivienda en las grandes ciudades. Sin embargo, en algunos países no lejanos, Francia por ejemplo, hay mucha mayor protección a la natalidad, lo que se traduce en tasas más elevadas.
¿Pero hay un modelo ideal de natalidad con unas tasas de referencia? Se puede pensar que un país tiene que producir el número de nacimientos suficiente para mantener su actividad económica y poder pagar los gastos sociales, empezando por las pensiones, sobre cuyo futuro se nos amenaza cada día. Este es un argumento deudor de una idea organicista de la sociedad, de una visión estrictamente utilitaria de la maternidad y de la retórica reaccionaria del discurso de los nacionales primero, que sólo puede tener efectos negativos. En un mundo desequilibrado en cuanto al reparto de la población, las necesidades que un país tiene pueden cubrirse y de hecho se cubren con personas que vienen de otros lugares. Sin embargo, en vez de aceptar que los extranjeros necesitan venir y nosotros, que vengan, se hace de la inmigración un problema. Y se explotan las fobias contra los pobres y se alimenta el conflicto entre civilizaciones.
La decisión sobre la natalidad debe ser un acto libre, no una obligación impuesta por la comunidad
En una sociedad libre, que piense en términos de reconocimiento de las personas y no de organicidad, el criterio principal que ha de determinar la evolución de la natalidad es la voluntad de quienes desean ser madres. Las mujeres no pueden ser tratadas como proveedoras de fuerza de trabajo para la buena marcha de la economía, salvo que se opere desde un materialismo vulgar incapaz de distinguir a una persona de un robot, a una ciudadana de un eslabón de la cadena productiva. Sólo ellas deben decidir los hijos que quieren tener. Sin duda, las razones serán muy diversas (puede que incluso sigan habiéndolas que sigan confiando en los que Dios les dé, por extravagante que pueda parecer) Por supuesto, influirán también factores estructurales como la prolongación de la esperanza de vida que modifica y retrasa las etapas de la vida humana. Y obviamente los progresos de la medicina que permiten un control de los procesos y una superación de obstáculos, abren expectativas que eran impensables.
Pero la decisión sobre la natalidad corresponde a las mujeres. Como acto libre, no como una obligación impuesta por la comunidad. Ellas deben poder escoger y decidir los tiempos, los modos y los momentos. Y la obligación del Estado es conseguir con políticas activas que las mujeres tengan las condiciones óptimas para hacerlo. Que ninguna se quede sin tener hijos si lo desea y puede, y que ninguna se vea obligada a tenerlos contra su voluntad. Este debe ser el sentido de las políticas de maternidad. Si se aplican, el progreso del país se dará por añadidura. La maternidad como síntoma: o ciudadanas libres y responsables o sujetos económicos sometidos a una ciega e implacable dinámica de producción y reproducción social.
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