Un troglodita en la cocina
Se imparte un taller sobre la comida en el Neolítico: si ellos pudieron sin la Thermomix, yo también
Una cogía la tacita con dos deditos y la otra se giró con toda su brusca torpeza. Previsible: al suelo. El rodar de las minúsculas bolitas negroverduzcas condujo a la pregunta existencial de un sábado por la tarde de pleno julio africano: qué hacía sentado esperando para degustar unas semillitas de apio. La cosa es que, aunque costó años, uno ya lee libros asumiendo que nunca alcanzará la fórmula alquímica de una metáfora certera, de que escribir es un proceso intelectual y Dios no nos llamó por esa senda, pero es más duro admitir que, a partir de objetos tan tangibles como un huevo y una sartén, a uno no le salga ni siquiera una tortilla presentable. O sea, que cuando el Museo de Historia de Cataluña publicitó el taller Del Neolítico a la mesa, cocinando lo que hacían nuestros rupestres antepasados hace más de 8.000 años, uno se dijo: “Ahora o nunca: si ellos pudieron sin la Thermomix, yo también”.
Y con esa moral estábamos cuando lo de las semillas de apio. Íbamos a preparar y degustar las cuatro únicas recetas que se conocen del periodo gracias al análisis microscópico de restos en yacimientos neolíticos de China a Suiza. Próximo y didáctico, el arqueólogo de la comida Juanjo García-Granero, investigador en la Universidad de Oxford, se arrancó con imágenes de una masa de tres centímetros con espinas de pescado y algo más oscuro en su núcleo. Provenían de Çatalhöyük, poblado en la Turquía oriental, de hace unos 8.000 años. En una de sus casas hallaron carbonizadas (¿algún antecesor mío al frente de la cocina?) esas sobras en un fragmento de vasija “que antes los arqueólogos tirábamos y ahora analizamos en el microscopio”, junto a granos de cebada y restos de caña. La manchita era un guisante. “El pescado, un tipo de carpa, había sido cocinado dentro o encima de un tamizado de cañas y fusionado con los guisantes”, contextualizó Vinicius Martini, el cocinero-mago de la Fundación Alicia que traducía los hallazgos en platos reales.
El participio “fusionado” me sumió, manazas que es uno, entre la inquietud y el desánimo, pero no me decidí anímicamente porque se nos distrajo con una exótica bellota dulce, condimento de la segunda receta, sopa de bacalao fresco, con eso, bellota, y ajo-mostaza, gentileza del yacimiento de Neudstadt (Alemania), receta más moderna: sólo 6.000 años. Esta vez sí lo degusté porque, a diferencia del apio, la especie llegó por otra ruta, tras un rechazo freudiano rotundo a saborearlas de un señor de edad provecta que arguyó que de pequeño había pasado mucha hambre y se había visto obligado a comer un montón.
El pescado había sido cocinado encima de un tamizado de cañas y fusionado con los guisantes. Entre la inquietud y el desánimo, uno encaja lo del fusionado... de hace 8.000 años
Martini se mostró algo sorprendido porque, en principio, las bellotas no son menú de humanos coetáneos y, tras múltiples consultas a colegas de medio mundo, se hizo con esas otras pocas bellotas; también es difícil, al parecer, encontrar carpas: “La de hoy es porque un pescador la atrapó de manera involuntaria”, dijo ante una audiencia que se miró pícaramente. Se había tomado tan en serio la labor científica que hasta pasaba diapositivas con las fórmulas químicas de los componentes del pan de cebada y maíz de hace 5.000 años, hallado en Parkhaus Opéra, en Zurich. Estaba hecho de harina dejada en remojo, sin levadura y hornada.
En esa receta entraban también las famosas semillas rodantes de apio. “Es la primera evidencia de la incorporación de condimentos al pan ya en el Neolítico”, exclamó ufano el arqueólogo, que introducía finalmente el fantástico hallazgo de la sopa de noodles de mijo en Lajia, en el noroeste de China (hace 4.000 años); al parecer, un terremoto sepultó el poblado y lo dejó como Pompeya: todo petrificado. Y así, en el suelo de una casa se halló un pote de cerámica que, cabeza abajo, conservaba fideos de medio metro de largo y tres milímetros de perfecto diámetro. Y hechos de mijo, “algo que cocineros chinos de hoy nos dicen que es imposible de componer”.
Pero la treintena de asistentes no escuchaba ya porque habían abandonado con cierta precipitación sus sillas para instalarse ante unas mesas con los ingredientes y cachivaches dispuestos por Martini. Explicó, con la música de fondo de una incansable niña que machacaba semillas en un mortero de piedra, que, para asemejarse a sus colegas del neolítico, creó hasta cuatro tipos de fideos de mijo, que mostró, todos de consistencia fallida. Tras científicos análisis y consultas, llegó a la conclusión de que la pasta prehistórica tenía más amilosa. Total, que al final pudo ligar una parecida y, con la ayuda de una moderna jeringuilla, fabricó ante todos los imposibles noodles de mijo. “Algún utensilio debían tener también ellos para hacerlos”, justificaba García-Granero.
Si el proceso me desanimó, la tentación, en cambio, fue excesiva para una señora (¿la misma del apio rodante?), que empezó a fabricar noodles como una posesa hasta que se pellizcó y se hizo un moretón. Apareció entonces la carpa, pero ya hecha. “No podíamos cocinar en el museo”, se justificaron los organizadores. Para contrarrestar la decepción general, empezaron a correr tortitas de pan neolítico, sobre las que el cocinero depositaba trocitos de pescado al diapasón de “cuidado con las espinas”. Tarde: cual banderilla, el paladar encajó una de las cuatro que a uno le tocaron en suerte. La carpa tenía sabor ahumado y el pan un curioso regusto amargo donde se notaba nuestro apio. A pesar de la contundencia de la tortita, una señora mayor, sin duda con hambre atrasada, se cargó otra hogaza, prescindiendo del calor, el horario de media tarde y de que no había nada para beber. Más morigerado era un matrimonio joven, con criatura de pocos meses, quizá ahí para dotar a su vástago de recursos culinarios cuando el cambio climático deje Cataluña como un Mad Max gastronómico.
“¿Ves? Es lo mismo que cuando yo hago la sopa, tiro el pescado al agua y ya está”, argumentaba una enjuta mujer ante la escéptica mirada de su marido mientras sorbían el sobrio caldo neolítico y se pedía un buen cacho de masa grisácea para hornear el pan en casa. El encuentro era ya entonces un consultorio a tumba abierta: si no encontramos carpas, qué (“esturión”); si al horno también vale (“sí”), el graciosillo de si antes de cocinar esa gente ya se limpiaba las manos (“asumiremos que sí”, sonrió forzado el arqueólogo)…
Una pareja joven lleva su bebé, quizá para dotarle de recursos culinarios cuando el cambio climático deje Cataluña como un Mad Max gastronómico
Mirando al suelo pespunteado de guisantes y cebada, uno estaba para otras reflexiones: que en el futuro sabrán de la alimentación en el siglo XXI por restos carbonizados hallados en mi casa, con macarrones a los cuatro quesos a prueba de hachazos de sílex; que la cocina neolítica tampoco era tan fácil y que si el progreso humano empezó cuando un simio aprendió a cocinar, eso me situaba en la cadena evolutiva por detrás del homo erectus. Y que estaba condenado a ser, para siempre jamás, un troglodita de la cocina… y de la biblioteca.
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