La conquista portuguesa del corazón de Cataluña
El líquido es de la tierra, pero el tapón y la botella del cava son de fabricación lusa
Cuando se pisa la Sagrada Familia, se pisa suelo portugués. Cuando se brinda con cava, salvo el líquido, todo es portugués. No es mucha la huella portuguesa en Cataluña, y aún menor la inversa, pero su presencia toca las raíces de la economía regional, especialmente en este siglo. No hace tanto, cincuenta años atrás por ejemplo, España era líder mundial de la industria del corcho, más concretamente, Cataluña, aún más concretamente Girona, y ya apuntando a una saga familiar, los Nadal.
Cassà de la Selva (Gironès) y Palafrugell (Baix Empordà) concentraban un negocio que parecía casi tan seguro como el funerario, sellar las botellas de vino. Hasta que a alguien se le ocurrió fabricar tapones de plástico, más baratos y con la supuesta ventaja de acabar con el vino picado por culpa del corcho. La moda arrastró a buena parte de la industria catalana del sector que solo pensó en vender, mientras que en Portugal, una familia solo pensaba en comprar. En medio siglo, el reinado mundial del corcho cambió de geografía y de manos, de Cataluña a Portugal y de los Nadal a los Amorim.
La familia portuguesa compraba todo lo que podía en su país y fuera de él, a veces la materia prima y a veces su manufactura. Y así en 2007 se hizo con la fábrica de los Nadal y cinco años después con Trefinos, la corchera más importante de Cataluña, llamada así porque de allí salían tapones de lujo, très fins.
La familia Amorín compró en 2007 la fábrica de corcho de los Nadal y cinco años después, la de Trefinos
Hoy la empresa portuguesa tapa 5.400 millones de botellas cada año, un tercio de todas las que se fabrican en el mundo, domina el 35% del mercado del tapón y el 25% de la explotación del corcho. António de Amorim viaja mucho por España y por Cataluña, es amigo de los Nadal y hasta se lee los libros de Rafael sobre la saga familiar y la historia de su decadencia manufacturera, a la que han contribuido unos y otros.
Los Amorim vieron en el corcho algo que los demás no vieron, que era un producto único, natural, ligero, un aislante térmico y también acústico. “El más mágico de los elementos”, como tiene dicho Josep Roca, sommelier de El Celler de Can Roca. “Es un elemento orgánico, expansivo. Es un guardián de tesoros y el primer confidente de aquello que guarda. El corcho simboliza la naturalidad”.
La industria del corcho depende cada año menos de las botellas. El 30% de los ingresos del imperio Corticeira Amorim proviene de aplicaciones ajenas al envasado, desde aislamientos para aviones y trenes, a las habitaciones infantiles. Los 7,5 millones de euros que cada año la empresa destina a investigación van dando sus frutos, lo mismo para conseguir el tapón de rosca Helix como para crear el suelo del templo concebido por Antoni Gaudí, resistente a las multitudes —unos 4,5 millones de visitantes pasan por la Sagrada Familia cada año— y amortiguador de sus ruidos.
Cambian los roles: el portugués es el arrojado inversor, mientras el Ejecutivo catalán, o lo que sea, se lo mira
La preocupación de António Amorim es que a corto plazo no va a haber corcho para la creciente demanda. Para evitarlo, acelera, por un lado, la producción con cultivo de encinas que empiecen a dar corcho a los diez años en lugar de a los 25. Por otro, busca terrenos donde crecen encinas y alcornoques aún sin explotar. Es el caso de las tierras altas de Tarragona, con miles de hectáreas de encinas salvajes.
El portugués lleva años llamando a las puertas de la Generalitat, pero no sabe qué puerta es la buena, quién manda o quién decide y, en caso de encontrar a la persona, si su decisión es sostenible en el tiempo. Amorim vende un proyecto en el que todo ganarían: se fijaría la población rural —el trabajo del descorche es el mejor pagado de la agricultura—, se evitaría el alto riesgo de incendio que tiene la zona en su actual estado de abandono y su empresa aumentaría la cosecha alcornocal. El portugués —cambiando papeles de los tópicos antropológicos— es el aventurero y arrojado inversor, mientras el Ejecutivo (¿¿??) catalán, o lo que sea, se lo mira.
Desde luego, el cava y los vinos del Priorat tienen asegurado, gracias a inversores portugueses, los tapones y también las botellas de sus caldos. Rita Mestre Mira de Silva Domingues es propietaria —junto a su extensa familia— de BA Vidro, un siglo de historia fabricando botellas. Más de 50 millones de sus botellas van para Freixenet y otras marcas de cava. Las famosas botellas blancas y los benjamines proceden de fábricas de los Silva Domingues, extendidas por Portugal, España, Alemania, Bulgaria, Rumania y Grecia, de donde salen diariamente 14 millones de botellas.
Corren los tiempos, y ahora de Cataluña van para Portugal oleadas de turistas, que descubren el Monasterio de los Jerónimos y los tintos del Duero y los blancos del Dão, y de aquí para allá va tecnología e inversión. Cada uno en un extremo de la península, de espaldas, uno hacia el Atlántico, otro hacia el Mediterráneo, pero al final, siempre hay gente que prefiere mirar hacia otro lado, más allá y más distinto.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.