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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Mucha demagogia, poca autoridad

¿Cómo puede Sánchez articular el reencuentro si carece de proyecto propio para Cataluña hasta el punto de que mantiene en suspensión la investidura pensando en pedir ayuda a la derecha si viene el lobo?

Josep Ramoneda
El presidente del Parlamento de Cataluña, Roger Torrent, en el Fórum Europa, en Madrid, este jueves.
El presidente del Parlamento de Cataluña, Roger Torrent, en el Fórum Europa, en Madrid, este jueves.Javier Lizón (efe)

El presidente Torra pone siempre el referéndum de autodeterminación por delante cuando apela al Gobierno español a negociar. Es una propuesta retórica. El Gobierno sólo puede decir no. No busca puntos de encuentro sino que marca un perímetro inasumible por la otra parte. Algunos lo llamarán populismo. En términos clásicos es pertinente hablar de demagogia. “Degeneración de la democracia consistente en que los políticos, mediante concesiones y halagos a los sentimientos elementales de los ciudadanos, tratan de conseguir o mantener el poder”, dice el diccionario. Es lógico que el independentismo mantenga como horizonte estratégico su programa de máximos. Pero plantear la autodeterminación como condición previa para recuperar las vías políticas de solución del problema sólo se puede entender como un gesto demagógico dirigido a una parte de los suyos y una negativa a cualquier forma de negociación real, cuando es obvio que el independentismo carece de la fuerza necesaria para que la otra parte se vea forzada a aceptar condiciones previas de esta envergadura. Las propuestas de Torra se mueven en el limitado espacio de la autocomplacencia como vía de escape de la impotencia. Lo que conduce inevitablemente al estancamiento.

El presidente del Parlament, Roger Torrent, ha bajado el pistón en una conferencia en Madrid. Pide un pacto de claridad: establecer las condiciones bajo las cuáles algún tipo de referéndum sería posible. Inspirado evidentemente en el caso de Quebec que reaparece cíclicamente en el debate catalán. Torrent reconoce que la unilateralidad es imposible y coloca al referéndum en un lejano final, no al principio. Advierte de que su propuesta “no llevará cambios inmediatos pero aportará luz al conflicto”. Las propuestas que vienen de Esquerra generan desconfianza porque, aunque las palabras de sus líderes tienden a ser conciliadoras, a la hora de la verdad se impone demasiado a menudo el tumulto. Lo vimos, por ejemplo, en octubre de 2017 cuando se desbarató el intento de Puigdemont de convocar elecciones antes de la declaración retórica de independencia. Hay quien lo atribuye a la manera de ser de un partido que, por una cierta indefinición ideológica, antecedente de la moda actual de proclamarse de derechas y de izquierdas a la vez, en momentos decisivos se deja arrastrar por el impulso patriotero, a pesar de los intentos, como el del propio Torrent el pasado jueves, de laicizar el partido.

Poco a poco, el independentismo va bajando escalones, pero al otro lado nadie quiere subir a su encuentro. En vez de tomar, por fin, alguna iniciativa política, se deja que el tiempo pase, entre el ruido de la derecha y el inmovilismo de Pedro Sánchez, a la espera de la sentencia del juicio. Es desmoralizador que, sin siquiera tomar en consideración el cambio de tono que Roger Torrent aportaba —y que provocó que Junts per Catalunya saliera raudo a desmarcarse—, el Gobierno le diera una respuesta automática en la voz del ministro de Asuntos Exteriores: “No hay ninguna posibilidad de que esta consulta se produzca”. Pero lo más preocupante es que, el mismo jueves, Sánchez dio a entender que su negativa a un Gobierno de coalición con Podemos radica en sus diferencias sobre la cuestión catalana.

Las propuestas de Torra se mueven en el espacio de autocomplacencia como vía de escape de la impotencia

Una vez más se confirma que Cataluña no puede romper España, pero si tiene capacidad para desestabilizarla. Y, por tanto, es también una forma de demagogia negarse a afrontar este problema políticamente por miedo a la reacción del pueblo. Y ahí es dónde está atrapado Pedro Sánchez, encallado en la investidura porque se siente psicológicamente atado al PP y a Ciudadanos por la cuestión catalana. Cualquier dirigente político responsable sabe que hay que encontrar un modo de canalizar la situación por vía política. Y no en términos de victoria y de derrota, como lo plantean algunos. Hay que crear espacios para el entendimiento, en un momento en que hay un impulso de fondo en la sociedad que apunta en esta dirección. Pero para ello se necesitan, en los dos bandos, dirigentes con autoridad. Es decir, capaces de tomar decisiones que frustrarán a los suyos. Y sabiendo además que los demagogos de uno y otro lado buscarán el tumulto.

El PSOE debería ser la pieza articular de este reencuentro. Pero, ¿cómo puede serlo si Pedro Sánchez carece de proyecto político propio para Cataluña hasta el punto de que mantiene en suspensión la investidura pensando en pedir ayuda a la derecha si viene el lobo?

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