Con Hot Chip bailaron hasta las ardillas
La jornada inaugural del Vida encumbra también al Petit de Cal Eril, duende en su bosquecillo
Festival moderno, exterior, de día. Los niños corretean por una campa mediterránea que como es verano solo tiene hierbajos resecos pisoteados y polvo. Canta un artista solo con su guitarra, se parece levemente a Cat Stevens aunque con una nariz de proporciones hebraicas. Su lamento es tenue, hipnótico, tejido con arpegios y una digitación precisa. Cierra los ojos al cantar, como si pensase en que la belleza solo está en su interior. Apenas habla. Los padres de los niños, visiblemente satisfechos de su progenie, no saben lo que están haciendo. Si de un policía de antes podía salir un hijo “rojeras”, los suyos construirán adosados en esa misma campa y para fastidiar no les gustará la música. Y creerán que para cantar con emoción hay que cerrar los ojos y hablar bajito. José González en la jornada inaugural del Vida, en Vilanova i la Geltrú, al caer la tarde del jueves.
Hijo de argentinos nacido en Suecia, González hizo un concierto precioso en un contexto no idóneo. Su letanía intimista solo despertaba emociones cuando con su pie derecho marcaba el ritmo, y entonces el público bailaba, y bailar con José González es como drogarse con gominolas. Es el primer gran concierto del festival, y concluirá con versiones de Simon & Garfunkel y Al Green entre otros. El Vida arranca con aire de familiaridad, el público se conoce, es fiel y disfruta en un entorno natural boscoso en el que no hay aglomeraciones porque el festival no quiere crecer. En eso es diferente. No en otras cosas: ese mismo público acarrea unos vasos que ha de comprar sin derecho a retorno, algo así como que en un restaurante te obliguen a adquirir los platos sin permitir que los lleves de casa. Pero como la recaudación de esta iniciativa está destinada a mejorar ese entorno natural, la carga se lleva con alegría: comprar vasos de plástico te convierte en defensor de la naturaleza.
Pero sigue siendo un festival diferente. Apenas hay extranjeros y a los que se ve dan ganas de decirles que no se lo comenten a sus amigos. Ya ha anochecido y El Petit de Cal Eril actúa en el centro de un bosquecillo, apenas sin luz, apenas sin sitio para moverse con su banda dentro del pequeño escenario. Lugar idóneo para su pop minimalista, de apariencia falsamente sencilla. Él mira a su público sin cerrar los ojos, juguetón como un ser mágico brotado del ramaje. Algunos espectadores sí cierran los ojos, mejor no pueden estar. Canta “Sento” y su letra cobra otro sentido “Sento que les coses que fem, no tenen present, ni passat, ni futur, s’escapen com l’aigua a les teves mans”. Hay balas de paja que sirven como asiento, otro bosquecillo decorado con motivos frutales y una zona de restauración que parece un campamento amish. Sigue cantado El Petit. “T’asseus sobre un tronc i veus els arbres i ocells, on deu anar la llum del sol?”
De vuelta a la ciudad y tras el masaje urbano de Sleaford Mods, proletarios airados quejándose con sentido en una suerte de hip-hop punk, llega el petardeo final con Hot Chip. Ahora sí se puede bailar de verdad. Vestido como para destacar en una fiesta gay, el grupo británico que tiene como mascarón de proa la aguda voz de Alexis Taylor se aplica al hedonismo electrónico y pop sin freno alguno. Suena “One Life Stand”, segunda pieza del repertorio, y el personal ya está rendido. Cuando llega “Hungry Child”, tema de su reciente nuevo disco, la campa es una discoteca. El Vida enfila el final de su primera jornada. Hasta la madrugada del domingo seguirá asentado en los bosquecillos entorno a la modernista Masía de D’en Cabanyes.
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