Persiguiendo fantasmas
El nacionalismo español siempre ha mostrado y muestra –como todo nacionalismo– incomprensión y reticencia mayúsculas a la diferencia
Desde su aparición, el catalanismo político ha empleado con frecuencia la teatralización como sostén a la hora de negociar con el Estado. Enric Prat de la Riba, el teórico más influyente del movimiento, pronto se percató a principios del siglo pasado de cuáles eran los resortes que más inquietaban al poder central para tratar de sacar tajada de ello. El puñado, literal, de jóvenes nacionalistas que entonces demandaban un Estado para Cataluña fue a menudo usado por sus lligaires como amenaza para la integridad territorial, pese a su escasa relevancia numérica y limitada capacidad de actuación, como explica Enric Ucelay-Da Cal en Breve historia del separatismo catalán(2018).
En ocasiones, el propio separatismo ha aparentado contar con una base social más amplia de la real. Durante la Segunda República Domènec Latorre, un ferviente nacionalista, antes de iniciar su jornada laboral en el Ayuntamiento de Barcelona repartía en bicicleta una gacetilla con las adhesiones a los actos patrióticos por él organizados. En ella constaban los nombres de múltiples comunidades americanas y entidades variopintas de las que Latorre era el único representante. Pese a su ínfimo peso, esta propaganda era molesta y temida a su vez. Cuando los rebeldes entraron en Barcelona en 1939 Latorre, que no había cometido crimen alguno, fue de los primeros fusilados.
Ha existido un largo proceso durante el siglo XX que tenía que desembocar en el conflicto actual. Es fácil aceptar un relato cuando se está dispuesto a ello
El nacionalismo español siempre mostró y muestra —como todo nacionalismo— una incomprensión y reticencia mayúscula a la diferencia. El uso del separatismo por una parte del catalanismo como espantajo de lo que podría suceder si el poder central no cedía a sus demandas ha contribuido durante un siglo largo de manera muy notable al recelo de este ante el jaque a la uniformidad planteado des de Cataluña. Así lo documentó Andreu Navarra en La región sospechosa. La dialéctica hispanocatalana entre 1875 y 1939 (2013).
En diciembre de 1933, un año antes de defender a Lluís Companys tras su proclamación del “Estado catalán dentro de la República federal española” en octubre de 1934, el jurista y político conservador Ángel Ossorio Gallardo escribió una carta al entonces consejero primero de la Generalitat, Miquel Santaló. La rescato, inédita, del fondo de este último en la Universitat de Girona: “Por eso es tan triste que después de quedar consagrada la personalidad catalana en el Estatuto, siga todavía siendo un problema el de las asociaciones separatistas. Todos me dicen que son insignificantes, pero yo creo que aunque no contasen con gran número de afiliados, bastaría su existencia proclamada para constituir un fenómeno representativo suficiente a mantener la inquietud”.
Con el paso del tiempo esa inquietud y su uso lo han copado todo. Cualquier manifestación o circunstancia de catalanidad ha sido vista como susceptible de esconder el objetivo último de la separación. De este modo se generó una desconfianza creciente que llegó a paranoia durante la Guerra Civil. El cambio de percepción de Manuel Azaña sobre Josep Tarradellas, a quien en los primeros años republicanos suspiraba por tener entre los suyos y al que después de organizar una Cataluña más allá del marco estatutario calificó de “canalla”, es diáfano.
Los poderes del Estado, y el nacionalismo español en especial, han querido ver más capacidad de romper España en el referéndum ilegal que sus propios impulsores
De ahí también que, en una lectura sesgada, el independentismo actual pueda presentar frases de Prat de la Riba hablando de un “Estado catalán” como el germen de la República catalana que anhela y que el extremo contrario conciba al presidente de la Mancomunitat como un separatista oculto. Ni lo uno ni lo otro tiene fundamento. Lo mismo vale para la mirada a Jordi Pujol y a tantos otros líderes nacionalistas. De nada sirve que —pese a su pretensión de crear nación— durante sus carreras políticas hayan reiterado que no eran independentistas. Nunca dejaron de ser sospechosos de serlo.
Partiendo de esta premisa y de la selección de textos y descarte de otros, no ha de extrañar que alguien llegue a la conclusión de que, en efecto, existía un largo proceso durante el siglo XX que tenía que desembocar en el conflicto actual. Es fácil aceptar un relato cuando se está dispuesto a ello. Hoy, en cambio, ya no hay nada que imaginar, el independentismo masivo en Cataluña ya no es un espantajo sino una realidad tangible. Y también es la corriente del catalanismo que más y mejor ha utilizado la teatralidad para perseguir su objetivo. La votación del 1-O fue el zenit de esta carrera interpretativa.
Como han podido apreciar en el Supremo aquellos a quienes no ha cegado su ideología y prejuicio, el 1-O fue un fin en sí mismo, poco más. A partir de ese día todo fue una función improvisada, pese a quien pese. Los poderes del Estado, y el nacionalismo español en especial, han querido ver más capacidad de romper España en aquel referéndum ilegal que sus propios impulsores. Tal fue el nivel de la representación. Y acostumbrados a perseguir fantasmas, a buscar aquello que no se ve pero que debe existir, tratan ahora de certificar la violencia.
Joan Esculies es escritor e historiador.
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