_
_
_
_
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Quiénes son los antifascistas

Hay que llamar a las cosas por su nombre, pero hay cosas que exigen un nombre para adquirir plena consistencia política. Al fascismo se le debe combatir con ideas, argumentos y programas políticos

Lluís Bassets
Un fotograma del docuimental 'Donbass', premiado en Cannes.
Un fotograma del docuimental 'Donbass', premiado en Cannes.

El eminente historiador italiano Emilio Gentile se pregunta en un libro de reciente publicación sobre la identidad de los fascistas (Quién es fascista. Alianza Editorial). Es una pregunta pertinente en unos tiempos en los que se atribuye el carácter de fascista a numerosos personajes políticos, desde nuestro entorno más inmediato hasta la escena mundial. Y también muy acorde con el temor a un retorno de las ideas y comportamientos políticos que destruyeron Europa a partir de los años 30.

Según Gentile, “ya ha sucedido entre las dos guerras mundiales que el uso impropio del término fascista o fascismo aplicado a quien no lo era, e incluso a quien se oponía al régimen fascista, haya perjudicad a la democracia, contribuyendo a debilitar las fuerzas antifascistas”. “Entre 1924 y 1934, los comunistas —aclara el historiador— acusaron a los antifascistas socialistas, republicanos, liberales, demócratas y conservadores de ser fascistas”.

La Internacional Comunista aplicaba la idea de un mundo dividido entre amigos y enemigos, tan propia de los regímenes totalitarios, para identificar cualquier disidencia o discrepancia con el fascismo. Primero fueron denunciados y combatidos los socialdemócratas, calificados de socialfascistas, y más tarde los troskistas y los anarquistas, merecedores de la liquidación física por colaboradores del fascismo.

En la tradición estalinista, que se prolonga mucho más allá de la muerte de Stalin, se considera que el único partido auténticamente antifascista es el comunista, una idea que todavía revive en el desván de la memoria de algunos de nuestros izquierdistas. Históricamente, la designación de alguien como fascista, tan habitual ahora en las redes sociales, tiene unos derechos de autor que pertenecen exclusivamente al pensamiento comunista, el único con autoridad política y moral para descalificar el fascismo precisamente por su indiscutible autenticidad antifascista.

Esta reminiscencia, prolongada en las nuevas guerras frías en las que los neocomunistas de hoy tienen tendencia a alinearse con Putin, se expresa muy bien en Donbas, un documental recientemente estrenado y premiado en Cannes, del director ucranio Sergei Lonitza, sobre los milicianos pro rusos de las regiones separatistas de Ucrania, unos individuos que se identifican como unos antifascistas que combaten el fascismo de quienes quieren mantener el control del país por el gobierno de Kiev. La historia, los símbolos, los cánticos y las consignas han quedado vacíos de todo contenido, pero actúan como los fetiches que identifican al fascismo y al antifascismo, ambos mitificados.

En nuestra época, a diferencia de aquellos tiempos tan violentos, no se enfrentan con una voluntad totalitaria de liquidación mutua entre dos sistemas de partido único, autoritarios y genocidas, que no dejan espacio político alguna entre ambos y obligan a tomar partido sin remisión. Al contrario, si algo caracteriza la actual crisis de la democracia pluralista y representativa es que los aromas del fascismo se difunden por todas partes sin que puedan localizarse de forma clara en ninguna. Ahora terminamos adjudicando al fascismo las características de cualquier régimen “autoritario, violento, represivo, racista o machista”, según repertorio del propio Gentile.

La lista de fascistas contemporáneos que se deduce de estas características es infinita y heteróclita: Vladimir Putin, Donald Trump, Jair Bolsonorado, Xi Jinping, Tayep Racip Erdogan, Abdelfatá Al Sisi, Narendra Modi, Benjamin Netanyahu, Viktor Orban, Mateo Salvini o Santiago Abascal, a los que hay que añadir la subespecie trascendental del islamofascismo, del que Bin Laden fue el máximo exponente y en el que quien destaca ahora es el ayatolá Alí Jamenei.

No deja de ser una idea peligrosa porque ya se sabe que, cuando todos son fascistas, nadie es fascista. El antifascismo, al final, es un mero disfraz en el que se representan los personajes odiados por el fascismo. También la versión simétrica llega a ser cierta: en la identificación morbosa con el fascismo, en la tentación radical por las ideas excluyentes y totalitarias, hay un afán de provocación hacia quienes aseguran identificarse con el antifascismo. Fascismo y antifascismo, sin ideas, sin valores, o peor todavía, con ideas y valores más semejantes de lo que creen quienes dicen militar en ellos, son en el límite los nombres de tribus construidas en una cultura de la mutua exclusión. En el límite, apenas meros disfraces, fetiches tribales y al final simulacros militantes al servicio de bandas de jóvenes mitómanos.

Hay que llamar a las cosas por su nombre, pero hay cosas que exigen un nombre para adquirir plena consistencia política. Al fascismo se le debe combatir fundamentalmente con las ideas, los argumentos y los programas políticos. En las urnas y no en las manifestaciones y los eslóganes, los asedios y los escraches. No se le combate, sobre todo, con métodos y medios fascistas. Hay antifascistas que son fascistas auténticos aunque no lo sepan o no quieran reconocerlo. También los hay que lo saben y se dicen antifascistas a consciencia porque saben que se apoderan y neutralizan el prestigio de una marca.

Gentile culmina la severidad de su indagación histórica, hostil al uso frívolo y laxo de las palabras, con una advertencia de la máxima relevancia. "El peligro real hoy no es el fascismo, sino la escisión entre el método democrático y el ideal democrático". La democracia sin ideales queda reducida a las urnas, mientras que el ideal democrático exige una sociedad de ciudadanos activos, libres e iguales. Destruir el ideal democrático de la ciudadanía es lo más próximo al fascismo, que a diferencia de los años 30 hoy es compatible con la exaltación abierta de la democracia y la elección directa de los gobernantes.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_