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Barrionalismos
Columna
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Cuando pierdes el búho

Una vez perdí lo perdí y fue así como descubrí la rotonda en la que inventaron el viento y el frío

Varios jóvenes suben a un 'búho' de la línea nocturna N23, que cubre el recorrido desde Cibeles hasta Montecarmelo.
Varios jóvenes suben a un 'búho' de la línea nocturna N23, que cubre el recorrido desde Cibeles hasta Montecarmelo. LUIS SEVILLANO

A fin de no idealizar espacios que no solo no son perfectos sino que, además, en algunos casos, padecen los efectos del ostracismo institucional o, sin ir tan lejos, de la distancia., hoy, hablaré de uno de los problemas que entraña vivir a varios kilómetros de la almendra central. La anécdota no es mentira ni verdad.

Una vez perdí el búho y fue así como descubrí la rotonda en la que inventaron el viento y el frío. La gente de Alcorcón, Móstoles y Villaviciosa de Odón sabe que ese lugar se llama: Príncipe Pío. En los compases iniciales solo sentí cansancio, porque tuve que correr los últimos metros para intentar cogerlo. Se trataba de la primera carrera que me pegaba en meses, puede que incluso, desde el test de Cooper del instituto y mi cuerpo sufrió. Me puse las manos sobre las rodillas, doblé el tronco y tosí hasta que se me cayeron los pulmones. Con algo de dificultad, me los puse dentro del cuerpo de nuevo para tratar de recuperar el aliento. Cuando empezaba a encontrarme mejor, noté cómo se me heló primero la punta de la nariz y luego los dedos de los pies. Al cabo de un rato, tuve que darme golpes en los brazos para no morir congelada.

Pero además del frío, me embargó otro sentimiento: la ira. Había sido testigo de cómo el autobús se iba plácidamente delante de mí. Incluso, me dio tiempo a ver los rostros sonrientes de los viajeros afortunados que sí habían logrado subirse. A algunos los conocía y me saludaban y yo, en ese momento, simplemente les odiaba.

Sí, amigos, cuando te sucede algo así, se te pasa la vida por delante y entonces, presa de la desesperación, te planteas pagar un taxi. Sin embargo, tras haber cenado y tomado algo, no tenía claro que me apeteciera (o pudiera) sumarle a la cuenta de la velada nocturna, entre veinte y treinta euros.

Los minutos siguientes fueron decisivos. Una gota de sudor se resbalaba por mi frente. Pensaba “cable rojo o cable azul, ¿me los gasto o no?” Y yo misma me respondía, “venga no, aguanto, total, ¿qué es una horita de nada?”. El diminutivo era cosa mía, para insuflarme ánimos. Minutos después, aterida, me desdije y empecé a buscar un cajero. Por la Glorieta de San Vicente, a aquella altura de la noche, no pasaba nadie. Y sí, estar sola, de noche, daba y da miedo. Fue justo en esos instantes cuando flaqueó mi voluntad, estaba levantando la mano con la esperanza de que me viera algún taxi cuando, de repente, empecé a vislumbrar a grupos de gente que se acercaban a la parada. Tuve que contener el llanto para que no se dieran cuenta de que estaba emocionada. Con compañía, pese a que fueran desconocidos, créanme, llevé la espera mucho mejor.

Al fin, a lo lejos, vi que se aproximaba una mancha verde… Era ella, la blasa, el autobús que me devolvería a la vida, el que me llevaría a mi casa. Cuando pisé el suelo de mi barrio, lo besé, tal y como hacía el antiguo Papa.

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