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Hubo vida antes de las consolas

Somos una generación que se pasaba todo el día en la calle y muchas veces sin ninguna persona adulta cerca

Un niño jugando con un tirachinas
Un niño jugando con un tirachinasF.J. Jiménez/Getty

No sé el resto pero a quienes, como yo, nacieron a finales de los setenta o a principios de los ochenta y residieron en el extrarradio, debo decirles que estamos de enhorabuena: Hemos sobrevivido de milagro.

Somos una generación que se pasaba todo el día en la calle y muchas veces sin ninguna persona adulta cerca. Jugábamos a escasos metros de las jeringuillas, en parques parcos en filigranas , con columpios austeros de hierro ( a veces, oxidados), mucha tierra y sin amortiguadores. Sin embargo, aquí estamos.

La gente de nuestra quinta no tenía móviles ni tecnología. Una vez cerrábamos la puerta de casa, solo volvíamos cuando una voz, desde la ventana, nos indicaba a grito pelao que ya era hora de que regresáramos. No había vergüenza ni dolor porque el “gritting” era el sistema generalizado de comunicación.

En mi época, cualquier vehículo, daba igual que fuera pequeño, hacía las veces de furgoneta. Recuerdo las excursiones con medio barrio en la ranchera al lago Polvoranca, íbamos en un R18 que se parecía al de los Brady y que sorteaba los baches a su manera. Al salir, poder ver a los gansos, patinar o tirarnos por las pequeñas colinas de hierba haciendo la croqueta nos hacía sentir que el suplicio del trayecto merecía la pena. Sorprendentemente, hoy, podemos contarlo.

Hubo un tiempo en el que los juguetes no eran de marca, el tour, la vuelta o el giro se jugaban a las chapas y las luchas encarnizadas tenían en los tiragüitos, una versión rudimentaria del ya de por sí básico tirachinas, su única arma. Se confeccionaban con globos de peseta, que hacían las veces de depósito de los proyectiles (piedrecitas o las bolitas rojas de los arbustos), y la parte superior de las botellas. Ingeniería punta.

Otra buena fue cuando nos dio por llenar cajas de zapatos agujereadas de gusanos de seda. Al principio, parecían hormigas minúsculas, pero a medida que pasaban los días y crecían, adquirían su aspecto de adultos: blancos y gorditos. Les alimentábamos con hojas de morera, lo cual me lleva a pensar que había árboles, además de naves, en el polígono industrial al que íbamos a abastecernos de vituallas. Cuando ya les habíamos cogido cariño, tejían el capullo de seda amarillo, emergían convertidos en polilla, ponían sus huevos y se morían. De sopetón aprendíamos lo del memento mori y la fugacidad de la vida. Menuda infancia dura.

Si en nuestro hogar no nos dejaban tener animales, teníamos que conformarnos con cuidar plantas. Por supuesto, no empezábamos a lo grande sino de la forma más modesta: plantando lentejas en los vasos vacíos del yogur. El día más feliz de nuestra corta existencia era cuando un tallo verde y enclenque se erigía enhiesto en mitad del plástico y nos hacía sentirnos madres y jefas absolutas de la creación.

En mi infancia no había consolas y no las echamos en falta porque la calle y el tiempo eran nuestros. No obstante, no creo que debamos idealizar un momento en el que la seguridad no era un valor ni de lejos (me ha faltado tocar el tema de los petardos). Todo genial, pero con cinturón de seguridad.

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