Los bichos que viven con nosotros
Aunque parezca el bastión de los humanos, la naturaleza invade la ciudad por cada recoveco
Cuando entré en casa vi una pequeña sombra en mitad de la luz solar que entraba a saco en el suelo del pasillo. No sabía lo que era. Di unos pasos hacia ella y la sombra se movió muy rápido, como un rayo, hasta volver a quedarse petrificada. Di otro par de pasos y la sombra volvió a hacer ese movimiento eléctrico y veloz, esta vez hasta ocultarse debajo de una caja metálica llena de discos de vinilo que mi amigo, el poeta Fruela, dejó hace demasiados meses y no vuelve a recoger.
Me asomé a la ranura debajo de la caja y lo que vi fue la manita verde de una lagartija, o de lo que yo llamo una lagartija (no sé si trataba de algún tipo de salamandra o a saber qué reptil extraño). Era una manita pequeña y perfecta, casi platónica, como de un feto extraterrestre. Yo había dejado abierta la puerta del balcón, donde ahora florece el olmo municipal, y el bichejo debía haber entrado por allí. Me dio miedo, porque no estoy acostumbrado a tener este tipo de bestias en casa, así que me hice el loco, no se lo dije a Liliana, y esperé a que desapareciese la manita. Y desapareció. Durante unos días temí que estuviera subida a mi hombro o durmiendo encima de mi cabeza mientras yo dormía.
Pensamos que la urbe es el territorio inexpugnable de los humanos, pero la naturaleza se cuela allí por donde puede. Una casa está llena de seres, de hongos, de mohos, de esporas, de pequeños insectos (yo tengo arañas porque dicen que se comen a los otros bichos). Eso sin contar los kilos de bacterias que viajan en nuestro intestino o esos temibles ácaros que viven dentro de los poros de nuestra cara y salen al anochecer a hacer el amor sobre nuestras mejillas. No pagan alquiler.
Si uno pasea lo suficiente por los sitios adecuados puede ver la cantidad de liebres que hay en los intersticios de Madrid, o las ratas de las cloacas, o las grullas del río, o las flores espontáneas, o toda la vida que brota en los descampados. Y los perretes husmeando los culos y las esquinas.
Caminando por la Gran Vía alcé la vista hacia el cielo y vi a no sé qué pájaros trazando en el cielo trayectorias perfectas que parecían pintadas previamente con pintura invisible. Ellos dominan la ciudad grácilmente, hilvanados en el viento, mientras nosotros, aquí abajo, nos preocupamos por cosas sin importancia. Qué pensarán de nosotros los pajarracos, qué absurdas les parecerán nuestras tristes vidas de humanos, entre la sucursal bancaria, el supermercado y la desesperación.
Cuando la especie humana se extinga, que será pronto, ellos tomarán la Tierra. Los gorriones, los largos brazos de las hiedras, las alimañas nauseabundas, las brillantes cucarachas y las platónicas manos de las lagartijas, con sus deditos verdes, dominando el mundo.
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