La experiencia como sedimento del arte
La Sinfónica de Galicia firma con Joaquín Achúcarro y James Conlon grandes versiones de Mozart y Shostakóvich
La Orquesta Sinfónica de Galicia, dirigida por James Conlon (Nueva York, 1950), ha celebrado sus conciertos de abono de viernes y sábado. En la primera parte del programa, dos obras de Mozart: la obertura de la ópera Lucio Silla, KV 135, y el Concierto para piano y orquesta nº 20 en re menor, KV466, este con un solista de excepción como Joaquín Achúcarro (Bilbao, 1932). La segunda parte estuvo dedicada a Shostakóvich, con su Sinfonía nº 12 en re menor”, op. 112, “El año 1917.
Cuando llega la primavera muchos melómanos de A Coruña añoran el desaparecido Festival Mozart, añoranza que crece cuando pueden escuchar en directo obras del salzburgués. De esta forma, los conciertos del último fin de semana fueron algo parecido a ese pequeño picor que se intenta calmar con un suave rascado que, aun convirtiéndolo en placentero, lo aumenta y deja mayores deseos tanto de uno como de otro.
Todo empezó con la obertura de Lucio Silla, una “sinfonía” en tres tiempos al gusto italiano de la época, que Conlon dirigió sin partitura. Los acordes de su armonía mozartiana fueron el primer y suave prurito que despertó el hambre de Mozart. La dirección de Conlon -con un excelente control de la dinámica al servicio del sentido teatral del genio austriaco- devino en ese primer rascado que deja con ganas de más.
La ovación con la que el público del palacio de la Ópera recibió a Joaquín Achúcarro tuvo la duración e intensidad demostrativas de la admiración y afecto que solo pueden despertar algunos artistas como él: alguien mundialmente admirado a quien se siente y se quiere como propio tras toda una vida dedicada a la música llena de éxitos.
El programa de mano de estos conciertos incluía -todo un acierto- un texto de Achúcarro y una selección de citas de tres grandes intérpretes mozartianos hecha por el propio maestro bilbaíno. La última frase de su texto dice “Mozart pintaba sus murales con pinceles finos. Arquitectura perfecta, pinceladas perfectas. Perfección”
El comienzo orquestal del Concierto en re menor, con la oscuridad y el dramatismo que le son propios, fue la introducción idónea a la interpretación de Achúcarro. Desde que las seis primeras notas del canto del piano surgieron de sus manos, se pudo advertir que estábamos abocados a escuchar una interpretación magistral. El sosiego con que las dijo fue la primera muestra de una soberbia versión llena de sensibilidad y del poso de la sabiduría, ese que solo puede proporcionar la experiencia atesorada a lo largo de décadas de estudio en casa e interpretaciones sobre el escenario. Esa combinación mágica que aún tiene a Achúcarro enganchado a las 88 teclas (solo dos más que sus años), según declaraba recientemente en una entrevista con la Agencia EFE.
La interpretación que hizo el viernes del Concierto en re menor fue de principio a fin una auténtica versión de referencia. Un Mozart pleno, con toda la delicadeza de su pincelada minuciosa pero con esta coloreando la inmensa fuerza de su estructura formal. Con el feraz sedimento de toda una carrera al servicio de la música. La elección de las cadencias de Clara Schumann puso un curioso toque de contraste clásico-romántico que hizo valorar más si cabe la genialidad de Mozart.
El serenísimo reposo de la Romanza central y el dramatismo que surge repentinamente en él dejaron paso a la fuerza orquestal y la vivacidad pianística del Rondó final. Una hermosísima interpretación de Achúcarro espléndidamente secundada por Conlon y la Sinfónica, que provocó la aclamación del público.
Achúcarro correspondió con una propina de auténtico lujo, el Nocturno en re bemol mayor, op. 9 nº 2, para la mano izquierda, de Alexander Scriabin. El pianista vasco estuvo enorme poniendo una vez más al servicio del autor su inmensa técnica: un mecanismo brillante, con unos arpegios de preciosa fluidez, una regulación dinámica perfecta para el logro del exigente fraseo que requiere la música y unos trinos en la útima octava del teclado que unían a su perfecta regularidad un sonido brillantemente cristalino que trajo a la imaginación el discurrir de un manantial de alta montaña.
Tras el descanso, Shostakóvich; el compositor homenajeado esta temporada en la programación de la OSG. Como claramente indica su subtítulo, El año 1917, esta Sinfonía nº 12 es un homenaje a la Revolución Soviética –más concretamente a “la figura inmortal de Lenin”- con todo lo que esto significaba a finales de los años 50 en el compositor de adaptación formal y posible mensaje camuflado en contra del dictatorial gobierno de Stalin.
Conlon y la OSG hicieron una gran versión de la obra. El triunfal aire de avance del primer movimiento, La revolucionaria ciudad de Petrogrado, marcó con su nervio el carácter de la obra. El segundo movimiento, Razliv (nombre de una plaza de Petrogrado, la ciudad donde se pronunció Lenin), tuvo en la versión del viernes ese aire de oscura suspensión cercana a la oscura luz de una fría noche de invierno, tan propia del compositor petersburgués.
En el tercero, Aurora, el batir del timbal fue preludio de los momentos álgidos de la obra, cuando los ritmos quebrados conducen –al menos formalmente- a la imagen sonora de triunfo que culmina en el inicio del cuarto movimiento, El triunfo de la Humanidad con el canto de las trompas (formidable como siempre esta sección de la Sinfónica).
A partir de ese momento, la imagen casi bucólica proporcionada por maderas y cuerdas tuvo la riqueza y empaste proverbiales en la OSG hasta llegar al brillante final, subrayado por una percusión tocada por la gracia de Euterpe. La precisión, color y la matización dinámica (ese gong de enorme versatilidad) de la sección se unieron a la redondez sonora y poderío broncíneo de los metales para arrancar del público una grande y merecida ovación final. Gran programa, grandes intérpretes, gran concierto y ganas de volver. Será después de Semana Santa.
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