La revolución de lo obvio
Todos saben que el problema es de fondo, tiene réplicas y no desaparecerá fácilmente. Igualmente todos entienden que la solución solo pasa por la política.
Tomo prestado el título de la frase pronunciada por Jordi Amat en directo en la radio —SER Catalunya— tras escuchar a Carles Campuzano presentar su libro Reimaginem la independència. El político desplazado —y según Puigdemont resentido— destilaba las ideas base de sus reflexiones públicas incidiendo en los errores a corregir por el independentismo. Él sabe que, de momento, este reconocimiento no se va a producir porque una parte de Cataluña vive secuestrada emocionalmente y la otra sometida a unas consignas que más que apaciguadoras parecen pensadas para hurgar en la herida y verterle alcohol después. Y así la tenemos, al rojo vivo. Sucede, no obstante, que la vida sigue y quien más quien menos se debe a sus menesteres que no son pocos. Y esto fomenta el progresivo avance de las líneas paralelas que dibujan la doble realidad que define la vida pública y describen los actos privados.
La primera, sumida en un acopio de vicios habituales a los que últimamente se ha añadido la causa del procés que la política judicializadora convirtió en proceso a la causa. Por eso, cuando Cayetana Álvarez de Toledo regaña a los empresarios que fueron a escucharla al Círculo Ecuestre, aprovecha la ocasión para trasladarles la responsabilidad que no quiso asumir el gobierno de Mariano Rajoy. A pesar de ello, y aunque no quiera sentirse deudora y disimule, sabe que las siglas son las mismas que los colores y que falló el estado sólido que defiende porque de opciones para evitar la debacle hubo más de una. Como negociaciones con ETA también en tiempos de Aznar para seguir el hilo que tanto les gusta tensar intentando asimilar la Catalunya de hoy con el Euskadi de entonces.
Todo esto que por obvio en Catalunya está más asumido que en el Madrid político y en la España invertebrada, a oídos del autoproclamado bloque constitucionalista suena a revolucionario. Luego a reacción digna de escarmiento porque siempre la evidencia resulta más molesta que la imaginación. De ahí que no pase día sin eslogan propagandístico que incida en esta pretensión: ir modulando el relato para que al final se ajuste al deseado. Y cuanto más lejos este esté de la realidad recordada por la mitad de la población, mejor.
Que la parte interesada en redefinir lo sucedido se haya puesto tarde y mal a moldear los hechos tiene un doble inconveniente. Uno, el segundo lo es porque antes llegó el primero y este, autoproclamado moralmente vencedor, tiende a escribir la historia. Dos, el remolón se siente obligado a ser mucho más contundente para poder hacerse un lugar bajo un sol ensombrecido. Y aun viviendo de rentas de la masiva manifestación del pasado octubre ha de reconocer que ni antes ni después pudo o supo conseguir un hito semejante. De aquel recuerdo, esta rabia. Sentimiento que los pronósticos enardecen. Por eso la utilización electoral de Catalunya en el resto de España y su éxito andaluz a la espera, cada día menos probable, de verse reproducido el último domingo de abril.
Nada de eso significa avalar el proceder independentista. Al contrario. Ni por callarlo ni por pregonarlo asiste mayormente la razón.
En contraste, la evidencia de los actos privados se proclama en unas actuaciones cada vez más ajustadas a la normalidad porque lo cotidiano impide vivir de luto permanente. A fuerza de resignación se recupera el apetito perdido por el dolor e incluso las celebraciones familiares se reanudan evitando los motivos de discusión. Es como si el silencio no fuera cómplice del desengaño y las risas alivio de la frustración. Y aunque el deterioro puntual del interés por lo que acontece en el Tribunal Supremo lo ponga de manifiesto, nada hace prever que una futura concentración de protesta no vuelva a ser multitudinaria y una repulsa social a una posible condena no remueva las aguas ahora falsamente tranquilas. Todos saben que el problema es de fondo, tiene réplicas y no desaparecerá fácilmente. Igualmente todos entienden que la solución solo pasa por la política. Incluso aquellos que la niegan. Sus bravuconadas lo son en la medida que ya van asumiendo que no les corresponderá aplicarla. Su descrédito lo seguirá siendo en cuanto no parezcan capaces de alcanzar los exigibles niveles de estado a beneficio de las razones de estado.
Cuando un político se desvergüenza y dice cosas semejantes la mayoría le escucha pensando que sus argumentos son de sentido común. Lo curioso es que a la par, este político se aparta o le apartan. Y si se somete a las urnas, pierde. Lean las memorias de Duran Lleida y entenderán el título: El riesgo de la verdad. Cambien verdad por obviedad, lo único que el artista no puede ver y el público sí. Y Oscar Wilde lo remató diciendo que el resultado es la crítica de los periodistas. Por eso a algunos nos querrían jubilados.
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