Ilegal, ilegítima, inefectiva
Quizás sea difícil establecer qué tipo de delito se produjo, pero hay pocas dudas respecto a lo que sucedió en cuanto se sale de las realidades paralelas
Dos semanas de vista judicial y la idea que se impone es clara. No hubo rebelión, ni mucho menos fue violenta. No hubo proclamación de independencia, ni mucho menos un golpe de Estado republicano. Tampoco hubo malversación de caudales públicos. Solo la expresión de voluntades y deseos políticos, acogiéndose a las libertades fundamentales reconocidas por la Constitución. Y algo de desobediencia, es cierto, dada la endeblez de la doctrina sobre la ponderación entre el mandato político recibido de los electores y la obediencia a las resoluciones de los tribunales, expuesta por Jordi Turull.
Esta impresión generalizada, a partir de la versión de los acusados y de la limitada pericia interrogadora de los fiscales, confirma la existencia en Cataluña de dos realidades paralelas que tienen una inmejorable virtud a la hora de mantener la unidad de los catalanes: afectan, es decir engañan, de forma transversal y por igual a todos, a independentistas y a anti independentistas. “La república no existe, idiota” —la espontánea expresión de un mosso de esquadra equiparable a la famosa frase clintoniana “es la política, estúpido”— sirve tanto para los creyentes que esperaban dejar de ser españoles a partir del 28 de octubre como para los descreídos que denuncian la existencia de un auténtico golpe de Estado. Unos están amargados porque apenas pueden soñar en una república virtual, o incluso digital, y los otros también lo están porque quienes han pretendido suspender la Constitución en Cataluña no tengan el castigo que se merecen.
A expensas de lo que pueda suceder a partir de ahora, el desinflamante transcurrir de la vista permite imaginar unas condenas suaves, o al menos llevaderas, que se sitúen a tiro político de esos indultos que tanto excitan a la tripleta derechista, Vox, PP y Ciudadanos. También puede suceder lo contrario y activar todavía con más fuerza la necesidad de esas medidas de gracia que Antoni Bayona, el sabio, ponderado y constitucionalista letrado mayor del Parlament durante los Hechos de Octubre, ha considerado en su libro “No todo vale. La mirada de un jurista a las entrañas del Procés” como la ocasión brindada a los jueces “de devolver la pelota al terreno político”.
Es obligado que esas dos realidades paralelas, como todas las mentiras, tengan las patas bien cortas. Después de seis años de fantasías, relatos, posverdades y fake news, recuperar la consistencia de los hechos es una de las tareas cívicas y políticas más loables, a la que deberíamos aplicarnos todos, empezando por los periodistas, el gremio probablemente que sale con las manos más sucias del pandemónium en el que nos hemos visto comprometidos. Algo podrán contribuir los magistrados con su sentencia y luego los gobernantes cuando asuman las consecuencias, penales y de todo tipo, en un momento necesariamente político que solo se debe resolver con la política. No será cuestión de seguir repitiendo los errores.
Hay hechos que no tienen discusión y que escapan de las realidades paralelas. El primero y más relevante es que hubo un intento, de protagonistas difusos o indeterminados y de responsabilidades elusivas, de proclamar la independencia de Cataluña, dejar sin vigencia el Estatuto catalán y la Constitución española y su protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos en Cataluña e implantar un nuevo régimen, que se definía republicano, aunque suspendía provisionalmente la separación de poderes. Es indiscutible que se trataba de un cambio de régimen, una secesión y una ruptura legal, que se hacía sin seguir los procedimientos dictados por la propia legalidad, tal como exigen todos los organismos internacionales, y especialmente la Comisión de Venecia.
La ruptura no era legal, pero tampoco era legítima, puesto que no contaba ya no con las mayorías cualificadas estatutarias necesarias para modificar el Estatuto, sino ni siquiera con la mayoría de votos propias de la pretensión plebiscitaria con que fue convocada la ciudadanía en varias ocasiones. Una mayoría de votos y no digamos una mayoría cualificado de escaños independentistas hubieran proporcionado una enorme legitimidad al intento de secesión, aunque siguiera siendo una acción ilegal. Para colmo, tampoco se siguió las propias reglas de juego dictadas por quienes la organizaban en las famosas y anticonstitucionales leyes de desconexión a la hora de celebrar el referéndum, que no contó con ninguna de las garantías exigidas por la Comisión de Venecia.
Ni legal, ni legítima, tampoco fue una secesión efectiva. No fue. Se quedó en un intento, que algunos quieren repetir, aportando así argumentos a quienes insisten en el tipo penal de la rebelión y a quienes descartan cualquier condescendencia posterior con los protagonistas de la intentona. Por cierto, suma injusticia con el Estado de derecho y con la Constitución española: esta surgió de un cambio de régimen, de autoritario a democrático, que fue legal, legítimo y efectivo.
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