Retrato robot del alcaldable
Barcelona necesita una política muy barcelonesa: capaz de moverse entre lo local y lo global
Dice un amigo que, al anticipar las elecciones generales, lo que debía ser el superdomingo (municipales, autonómicas en algunas comunidades y europeas) ha pasado a ser más bien un subdomingo, supeditado a lo que ocurra el 28 de abril. La campaña municipal tendrá que competir con los preparativos para la elección de un presidente y la formación de una nueva mayoría.
Sin duda, la noche electoral los candidatos a alcalde revisarán sus estrategias, en función de unos resultados que pueden dar viento de cola a unos y de cara a otros. Evidentemente, los candidatos socialistas confían en que un éxito de Pedro Sánchez les dé un empujón: miserias de la política, los barones que no soportan al presidente ven en él su salvación. Un éxito del tridente de la derecha podría ponerle en bandeja más cuotas de poder, pero también podría despertar a los que se hayan quedado en casa al tomar conciencia de la dimensión del peligro. Más complicado es anticipar los efectos en Barcelona. Las generales pueden atraer votos útiles para parar a la derecha, pero ¿volverán después a sus rediles? Quien quiera ser alcalde que afine su perfil desde ahora, que cuando llegue abril esté ya afianzado.
El carisma, o el valor añadido como si dice ahora en que el lenguaje económico manda, que se espera de un alcalde es sensiblemente distinto del que se reclama a un presidente del gobierno o de la Generalitat. En una monarquía, es decir, un régimen con dos legitimidades, la aristocrática y la democrática, el presidente ha de ser suficientemente fuerte para que el monarca no pase nunca a primer plano. Y ya hemos visto lo que ocurre cuando cede, por ejemplo el 3 de octubre de 2017. La carga histórica —la fuerza de la continuidad que da apariencia a la falta de Estado propio— marca la condición de presidente de la Generalitat, incompatible con posiciones vicarias. Un alcalde o alcaldesa requiere empatía porque la ciudad es el espacio en el que la política se hace directamente, barrio o barrio, calle a calle, sin la estructura de Estado como parapeto. Al alcalde se le pide que lleve la ciudad puesta, que sea capaz de crecer a imagen y semejanza de la ciudad (o por lo menos de la ciudad en la que nos ha hecho creer) y no al revés. Pasqual Maragall es el alcalde que en Barcelona mejor ha representado esta condición. Por eso todavía se habla de la Barcelona de Maragall. El carisma del alcalde ha de ser más cómplice que autoritario, atento a los detalles y no sólo a los grandes proyectos. Por eso la primera condición de un candidato es encarnar a la vez la proximidad y la síntesis, algo ajeno tanto a los candidatos paracaidistas como a los que vienen de las entrañas de los partidos. Hay que llevar la calle puesta.
Barcelona es un buen modelo de las singularidades de la política urbana, porque es una ciudad muy suya, que compensa con la identificación de los barceloneses la falta de la condición de capital de Estado. Para sus ciudadanos, Barcelona es la capital de Cataluña pero, a su vez, es mucho más: un sujeto político con vida propia. Como Nueva York, que no necesita albergar el poder central, a diferencia de Washington, para tener un lugar en el mundo. Por eso una política para Barcelona ha de ser muy barcelonesa: capaz de moverse entre lo local y lo global sin cesar. Y buscar alianzas para poner a los gobiernos y a los poderes contramayoritarios ante la evidencia de las amenazas. Las ciudades son contenedores de los grandes problemas del mundo y muchos de ellos sólo tienen respuesta a esta escala.
Las ciudades viven en una situación paradójica: los Estados les niegan los recursos necesarios para los problemas que afrontan, pero tienen más libertad de movimientos que otras instituciones, porque la ciudadanía está más cerca. Por eso están destinadas a ser un sujeto político determinante en el mundo que viene. Estos días, en un encuentro sobre “Salud planetaria”, surgió este ejemplo: si las 40 ciudades más importantes del mundo se pusieron de acuerdo para sacar los coches del centro de las ciudades tendría más impacto ecológico, más efecto pedagógico y más presión política que muchos acuerdos entre Estados que nacen con las ruedas pinchadas. Y es en este horizonte que se espera a quien quiera gobernar Barcelona.
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