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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

En el país de la buena gente

Tenemos demasiada gente a un lado y otro del espectro político que quiere pasar a la historia

J. Ernesto Ayala-Dip
El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez.
El presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez.samuel sánchez

Las últimas semanas nos llevó de cabeza todo tipo de cálculos sobre si el frente independentista iba o no a apoyar los Presupuestos del Estado. Sabíamos que ese apoyo era crucial para que Pedro Sánchez se mantuviera en La Moncloa. Y también sabíamos que la exigencia de un referéndum de autodeterminación no era menos crucial para el independentismo para seguir manteniendo vivo su horizonte de futuro, un iridiscente paisaje mucho más importante para ellos que el presente donde vivimos todos, los independentistas y quienes no lo somos. Esa utopía nos narra lo bien que vamos a vivir todos los que vivimos en Cataluña, incluso lo bien que vivirán, profetizan, los habitantes del país vecino al que por fin podrán llamar España sin que eso sea en detrimento de su patriotismo. En aquellas mismas semanas también se fraguaron unas mesas de diálogo que fueron funcionando con muy escasos frutos, con la esperanza de que se podía ir creando un ambiente de confianza y ganas de ir limando, si no todas, algunas de las muchas aristas que ofrece la estructura territorial española.

El suspense terminó abruptamente la semana pasada. Por su parte, Pedro Sánchez dio por finalizado el diálogo, alegando que no podía aceptar el referéndum de autodeterminación que exigía el independentismo porque no está previsto en la Constitución. Aquí conviene hacer un paréntesis. El artículo 10.2 algunos lo interpretan como permisible con dicho referéndum, por el hecho de haberse ratificado en el momento de su redacción la Declaración Universal de Derechos Humanos. Pero esas ratificaciones no se convierten automáticamente en doctrina y por lo tanto no tienen rango constitucional. Por ello se insiste siempre que para que ese derecho a la autodeterminación sea posible, debe nuestra Carta ser sometida a una reforma que deberá votar toda la población española.

Los Presupuestos fueron bloqueados por los grupos independentistas en el Congreso de los Diputados. Y eso automáticamente obligó a Sánchez, sin pensárselo dos veces, a convocar elecciones para el próximo 28 de abril. El independentismo no tardó ni un segundo en tildar al todavía presidente de Gobierno de cobarde. El independentismo se manifestó el sábado pasado en una legítima convocatoria a favor de sus presos políticos —a los que yo absolvería, incluso indemnizaría a cuenta de mis impuestos, pero inhabilitaría hasta el fin de los tiempos para cualquier responsabilidad política de la gestión pública—, pero sorprendentemente la pancarta que encabezaba la manifestación decía textualmente “La autodeterminación no es delito”. Bueno, no es delito manifestarse por pedirla, pero autodeterminarse unilateralmente, como mínimo, es saltarse la ley.

Estaba claro que el apoyo que recibió Sánchez hace ocho meses del grupo independentista en el Congreso para desalojar a Rajoy de la Moncloa, ahora lo sabemos, estribaba en la confianza de que aquél cediera ante sus exigencias, que no eran otras que el referéndum. Ahí comenzó un tira y afloja que terminó como terminó. Con unos presupuestos, los más sociales en los últimos ocho años, y con un proyecto progresista, incluso de indisimulado color centro izquierdista, sumado a ello la firme voluntad de resolver el conflicto con Cataluña, aunque no a la velocidad que exigía la Generalitat y en los términos no jurídicos que planteaba para llevar a cabo su solución. Era evidente que las prioridades no eran las mismas. El independentismo quería ya la ruta que los llevara al país de las sonrisas eternas y la buena gente. Sánchez necesitaba esos Presupuestos para proseguir con sus propios números, su política de fuerte acento social. El voto en contra de las Cuentas, en alianza con la ultraderecha (le llamo así, sin ambigüedades ni matices, a la piña ideológica que forman PP, C’s y Vox), nos llevan a una de las convocatorias más dramáticas, pero a la vez más esperanzadoras para la izquierda española, de la última década.

¿Recuerda el lector el 3 de marzo de 1996? Ese día se celebraron elecciones generales porque Convergència y Unió le retiró el apoyo a los Presupuestos de Felipe González. El 26 de abril, a las 21.15, del mismo año, en el hotel Majestic, CiU y el PP sellaron un acuerdo de colaboración que garantizaba la investidura de Aznar.

Leí hace unos días un tuit de Ramón Cotarelo donde exponía que Sánchez prefirió suicidarse a “pasar a la historia” aceptando el referéndum. Tenemos demasiada gente a un lado y otro del espectro político que quiere pasar a la historia. Que España no se divida entre estos y los que no llegan a fin de mes.

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Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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