El ‘skyline’ madrileño
Cada semana, una foto de Madrid
Desde la lejanía, a contraluz, las cuatro torres de Chamartín configuran un skyline de megalópolis tan voluntariosa como incierta. Suelen alzarse entre la nube de mierda que no nos invita a entrar a la ciudad cuando se superan los límites de contaminación. Dejan atrás los delirios de grandeza que en el siglo XX limitaban Madrid a la silueta de unos cuantos rascacielos humildes que no desentonaban con el carácter de oasis mesetario: los que trajeron las antiguas Kio, la blanca armonía de la Picasso y sus congéneres de Azca. Ellos, a su vez, tumbaron la verticalidad de la Torre de Madrid y el edificio de Telefónica. Las nuevas moles han inaugurado la centuria del XXI en una demostración de soberbia urbanística levantada sobre los campos de entrenamiento del Real Madrid.
Aun desentonan, altivas, entre la uniforme planta baja del desarrollismo funcional que rodea los alrededores. La imagen plateada y metálica de atardecer lluvioso nos las presenta todavía más sobradas y disfuncionales. Retando al cielo, retrasando la noche, al tiempo que los coches ya apuntan el asfalto mojado con sus faros halógenos. Sobre la tierra, domina una oscuridad acompasada de destellos dorados. Arriba, se adivina una inquietante vigilancia del hormigueo, una intromisión de metales, cristal y hormigón, que impide a muchos avistar la sierra desde el suelo. La victoria del espejismo sobre la frontera natural de las cordilleras. Pero nos tendremos que acostumbrar. Es la nueva fisonomía de la ciudad, impuesta a golpe de talonario.
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