La importancia de hablar con los árboles
Yo pensaba que mi árbol, el árbol que tengo frente al balcón, era mío, porque he hablado mucho con él y conoce todas mis neuras, pero claro, mi árbol es de todos
A primera hora de la mañana, cuando empezaban a asomar los dedos del alba y los primeros rayos se colaban por los huecos de la persiana, etcétera, comenzamos a oír ese sonido irregular y ominoso, como el grito de una ballena histérica. Me asomé a la ventana, preso de la legaña, y descubrí que se trataba de un leñador municipal, un leñador con gafas de protección y casco, vestido de naranja, un leñador contemporáneo montado en una grúa que, armado con una motosierra, iba podando los árboles argumosos de mi calle. Yo pensaba que mi árbol, el árbol que tengo frente al balcón, era mío, porque he hablado mucho con él y conoce todas mis neuras, pero claro, mi árbol es de todos.
Hasta que no viví con un árbol enfrente no percibí del todo el paso de las estaciones. En mi juventud asturiana, a pesar del consejo materno, prefería ir a los bares del casco antiguo que a los bosques, así que solo percibía someramente el ciclo estacional en la temperatura y en el trozo de cielo que dejan ver los edificios. Curiosamente fue en Madrid, la gran ciudad, con un árbol en el balcón, cuando empecé a notar los cíclicos cambios en la vida: la floración, la caída de la hoja, la atribulada existencia de los gorriones y las lagartijas, que a veces se meten en casa. La vida entre la explosión primaveral y la desnudez del invierno cruel.
Yo no sé qué árbol es este: antes los poetas se sabían el nombre de los árboles, ahora se saben el nombre de los filtros de Instagram (aunque creo que es un olmo). Lo que sé es que en invierno se queda esquelético, y que el otro día vino el leñador municipal a podarlo. Llamé al Ayuntamiento y me informaron de que están podando más de 15.000 árboles (plátanos, olmos, pinos, acacias) para que no interfieran en la vida cotidiana, y también por seguridad. Porque a veces se cae un árbol en Madrid, en días ventosos, y mata a una persona.
Cuando salí de la ducha me encontré a Liliana mirando muy triste por la ventana, viendo cómo la motosierra diezmaba al presunto olmo. Le daba pena que se quedase tan flaco y que ahora, desde el sofá, ya no va a parecer que tenemos un jardín al otro lado en primavera.
Por la noche salí a fumar y me di cuenta de otra consecuencia de la poda: ahora que ha desaparecido el frondoso ramaje veo mi figura reflejada en las ventanas del edificio de enfrente. Soy una silueta oscura que se asoma a un balcón iluminado y en cuyos labios se enciende una brasa. Me vi muy poca cosa reflejado ahí enfrente, muy pequeño, solo en la gran ciudad como solo se está solo en un cuadro de Hopper, frágil, silencioso, lejano, sin ni siquiera un árbol tras el que refugiarme.
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