Todo el mogollón en el centro de Madrid
La ciudadanía es esta masa que fluye lenta y torpe por las calles
Hay mucha gente en el centro de Madrid, es una barbaridad la gente que hay en el centro de Madrid, tanta que me cuesta diferenciar dónde acaba una persona y empieza otra, o de quién es ese pie, ese brazo, esa bolsa de El Corte Inglés. Ya ha empezado oficiosamente la Navidad y toda esta gente se ha venido hasta el centro de Madrid, es un rompecabezas genómico, un puzle de bufanda y borreguillo, un río de carne y hueso que fluye lentamente por la calle Preciados y va a embalsar a la charca de la Puerta del Sol, donde se mezcla con Dora la Exploradora y el censurado Winnie the Pooh.
Da mucho mareo el centro de Madrid, uno no distingue al consumidor del consumido, no sabe si detrás del disfraz de Papá Noel hay un extremo derechista o un inmigrante, entre tanto caos corporal y cinemático uno se da cuenta de su pequeñez, de su insignificancia: hasta las hormigas saben desfilar en orden. Pero he aquí al Rey de la Evolución, de shopping.
Decían que iba a ser un desastre para los sufridos comerciantes del centro esto de la regulación del tráfico y la ampliación de las aceras, pero parece que al final los comerciantes se van a poner las botas. Muchos de esos comerciantes son enormes empresas que hacen metástasis por el globo terráqueo, así que yo no sé qué viene a comprar o a comer toda esta gente al centro de Madrid, si lo que aquí se vende se compra y se come en cualquier centro comercial de periferia, capital de provincia o tienda on line.
Pero sigue viniendo gente al centro de Madrid. Lo de las aceras de Gran Vía parece que malinterpreta la Ley de Say que se enseña en Economía: cuanta más oferta, más demanda; cuanto más hueco de aceras pones más señores y señoras aparecen dispuestos a ocuparlo. Están esas parejas que pasean mirando en contrapicado al smartphone que les saca un vídeo, y los insidiosos niños navideños, y los ejecutivos agresivos, y los que solo pasaban por allí, pero pasar ya es demasiado. Deberían, igual que regulan el tránsito de los coches, regular el tránsito de las personas porque apenas se puede caminar por las calles del centro de Madrid. Yo solo dejaría pasar a las personas más amables, y a los perros, y a los elfos: es Navidad.
Cuando uno dice la palabra ciudadanía, que es una palabra muy hermosa, imagina ciudadanos ilustrados, razonables, educados, participativos y bien alimentados, pero luego resulta que la ciudadanía es más bien esta masa deforme, ávida de bienes y placeres, que fluye lenta y torpe por el centro de Madrid y de la que uno mismo, por supuesto, nunca forma parte.
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