Avería y redención sinfónica de Los Planetas en Valencia
La banda granadina cambia urgencia por lirismo en el Palau de la Música
Nadie dijo que la empresa fuera fácil. Y en vista de los precedentes – el desangelado rescate por su quince aniversario en el Primavera Sound 2013 – quizá valía la pena que Los Planetas hicieran acto de contrición, asomándose de nuevo a su propio abismo dulcificando aquel glorioso vía crucis que fue Una semana en el motor de un autobús (1998), uno de los mejores discos españoles de los noventa, para ver si el tratamiento sinfónico iluminaba esquinas inexploradas de tan imbatible cancionero. Al fin y al cabo, nadie ve la vida con los mismos ojos cuando roza la treintena que cuando encara los cincuenta. Por mucho que hubiera anoche algún que otro asistente pasado de vueltas, vociferando sin recato desde la platea o desde el palco, tomándose el asunto como un concierto de rock al uso. Peterpanismo desubicado, por decirlo suavemente.
El experimento, de saldo desigual, respondió a lo esperado: mucho mejor en su recta final que en su apertura. Al fin y al cabo, la propia textura original de las canciones condiciona. Y de qué forma. El núcleo duro formado por la voz de Jota y la guitarra de Florent Muñoz ya lo había estrenado en su propia ciudad, con la Orquesta Ciudad de Granada y el esencial concurso de su batería, Eric Jiménez. Pero anoche llegaban como indiscutibles cabezas de cartel del festival Deleste en el mismo formato reducido que emplearon en Madrid y Barcelona: tan solo ellos dos más el quinteto de cuerda Cosmotrío (tres violines, violonchelo y contrabajo), el piano de David Montañés y las acertadísimas viñetas de Max ilustrando cada canción desde la pantalla. Sin percusión. Sin asomo de electricidad. Caminando sobre el alambre. Así que algunas canciones que nacieron para hacer saltar astillas, anoche sonaban a acomodada lisonja.
Difícilmente pueden entenderse composiciones como Segundo premio sin sus marciales redobles de batería. Complicado encajar Desaparecer sin sus radiaciones eléctricas. El alboroto de Cumpleaños total fue más una voluntarista celebración colectiva que una pertinente revisión. Es el riesgo, claro, de permutar urgencia por lirismo. Dicho esto, el inagotable valor secuencial de aquel álbum redundó en mejoría: Una semana en el motor de un autobús es como una epopeya vital. Cada pasaje es consecuencia del anterior y antecedente necesario del siguiente. Una historia episódica de rabia, desengaño, apatía y redención final por la vía del escapismo lisérgico y el ingreso en esos mundos paralelos que solo la mejor música pop es capaz de ofrecer. Esa bofetada de realidad por fascículos que todos alguna vez hemos encajado en nuestra vida (y lástima si no fue así), cuyo trance se vive con tanta intensidad si te sacude en la veintena. Y esa secuencia facilitó que su recta final sonase en todo su esplendor y justificara el aniversario: con el poder curativo de Laboratorio mágico dosificado en abruptas irrupciones de las cuerdas in crescendo, la aflicción de Línea 1 convenciendo en su conmovedora desnudez y la épica liberadora de La Copa de Europa reproducida con la misma majestuosidad con la que fue plasmada hace veinte años, cuando apuntaba sintonía con las cumbres previas de Spiritualized y Radiohead.
Triple corona, pues, para apuntillar una revisión discutible y de balance dispar, que puso a prueba el aforo de la sala Iturbi – tomado en tropel y casi al asalto por la concurrencia, quizá numerar las entradas lo hubiera evitado – y refrendó el éxito sin reservas de un séptimo Deleste que reunió (según datos propios) a 1.700 personas durante todo el día para disfrutar de otros conciertos notables, como los de Sr Chinarro, El Petit de Cal Eril o La Bien Querida, en un Palau de la Música que lleva ya un par de temporadas haciendo de la apertura a otros sonidos (que no sean la clásica: pop, rock o electrónica) la norma, y no la excepción que era antes. Y dado que uno de sus escenarios se ubicaba en la terraza sobre el cauce, fue una suerte que la lluvia diera un respiro.
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