Trotsky no estuvo aquí
Si atendemos a 'Técnica del golpe de Estado', el clásico manual de Curzio Malaparte, aquí faltó el elemento esencial
No hubo insurrección. No hubo golpe de Estado. Ni siquiera posmoderno. Si atendemos al manual, al clásico releído y manoseado estos días de Curzio Malaparte, su Técnica del golpe de Estado,aquí hemos tenido un Kerensky, hemos tenido al menos un émulo de Lenin, pero lo que ha faltado ha sido un Trostky. Afortunadamente. Y en consecuencia, faltó lo esencial y al final no hubo nada.
Artur Mas creó las condiciones, como Kerenski. Sin Kerenski no hay Lenin, que puso la estrategia revolucionaria, como sin Mas no hay Puigdemont, que encaró el desenlace del Procés y la proclamación de la república. Pero no bastan las condiciones, ni la voluntad. Faltó la técnica insurreccional, que no es cuestión únicamente de las grandes manifestaciones ni de las huelgas generales, sino de la acción decidida de un pequeño grupo entrenado y preparado.
El triunfo de la revolución rusa, y se suponía que mundial, dependía de los dos o tres días de combate de una tropa de choque preparada por Trostky para controlar las infraestructuras y las comunicaciones de Petersburgo y derrocar a continuación al gobierno. Quienes se encargaron de esta tarea hace algo más de un siglo fueron un millar de obreros, soldados y marineros, a las órdenes de Antonoff-Ovsienko, el futuro cónsul soviético en Barcelona durante la guerra civil, fusilado por Stalin solo regresar de su encargo diplomático ante la Generalitat catalana.
Fue una rebelión pacífica e inconclusa, abiertamente en disonancia con su definición en el artículo 154 del Código Penal español
Durante diez días estuvieron entrenándose sin armas en lo que Malaparte denomina una maniobras invisibles, especialmente dedicadas a preparar el control de las estaciones de ferrocarril. El partido bolchevique estaba organizando la revolución bajo la dirección de Lenin, mientras que Kerenski organizaba la defensa del Estado como si fuera una cuestión de orden público a cargo de la policía. Nada hubiera sucedido ni se hubieran decantado las cosas a favor de los revolucionarios, como nada ha sucedido en Cataluña, de no mediar la fulminante actuación insurreccional de Trostki, una cuestión que Malaparte caracteriza como de meramente técnica y no política, y de ahí el título de su libro.
No hay insurrección ni golpe de Estado sin el control del territorio, de las infraestructuras y de los principales edificios donde se concentran las instituciones, y esto no sucede sin la acción preparada y decidida de una pequeña fuerza de choque, una vanguardia, dispuesta a enfrentarse y a vencer a las fuerzas de orden público y al ejército a las órdenes del gobierno establecido que hay que derrocar.
Muchos émulos hubo aquí de Lenin y de los bolcheviques, pero ninguno de Trotsky. Por una cuestión de principios, según la versión más socorrida y canónica de la revolución de las sonrisas. Esta iba a ser distinta. Todo pacíficamente, en una inversión absoluta de la teoría de la violencia revolucionaria. La violencia debía ponerla la otra parte, mientras que la parte revolucionaria debía poner la sangre, las víctimas. Así es como había que ganar la partida, especialmente ante la opinión pública internacional, ese mundo pasmado ante la brillante estrategia pacífica de los revolucionarios catalanes.
Todo muy ingenuo. No había un Trotsky y había que fiarlo todo a la reacción del Estado. La vanguardia revolucionaria se fue de fin de semana. Se esfumaron los dirigentes, los lenines de turno. Los bolcheviques derrotados antes de entrar en combate se convirtieron en mártires cristianos lanzados a los leones de la represión judicial. No fue una revolución fracasada sino el sueño de una revolución que nunca tuvo lugar, fuera de la verborrea de los medios de comunicación y de las redes sociales.
Su culminación se convirtió en un amargo despertar, con la cabeza cargada y la lengua pastosa. El sueño era una pesadilla. No hubo Trostky pero todos preguntaban por Trotsky, incluso los jueces: la insurrección, la rebelión violenta, el golpe de Estado, la toma del poder, el control del territorio, la capacidad coercitiva… Difícil disolver nuestra revolución de octubre, de donde debía salir una república catalana independiente, en la inanidad de una proclamación sin consecuencias ni resultados, acogida a la ingenua libertad de expresión.
Hubo deseos de insurrección, pero nada hubo que se asemejara a lo que es propiamente una insurrección. Hubo voluntad de golpe de Estado, desde las propias instituciones catalanas del Estado, pero sin fuerza ni capacidades para culminar el golpe de Estado, anulado por la activación del artículo 155 de la Constitución. El intento ni siquiera alcanzó tal categoría en su acepción de golpe posmoderno, por más que se utilizó la institucionalidad autonómica y la teatralidad de las redes sociales y de los medios de comunicación.
Al final, no hubo violencia. Y si la hubo, en dosis homeopáticas, incluido el 1-O, no se produjo en suficiente grado como para hurtar el control del territorio y de las infraestructuras al Estado. En todo movimiento, como el que nos ocupa, hay muchas cabezas calientes, y no se puede descartar que alguna tuviera la pretensión de culminar la marcha hacia ninguna parte con un alzamiento armado. Pero nunca se produjo y ni siquiera hay pruebas de que alguien estuviera preparándolo o ni siquiera deseándolo.
Sí hubo, en cambio, una rebelión pacífica e inconclusa, sin la culminación violenta que exige el control del territorio, y abiertamente en disonancia con la definición que da de ella el artículo 154 del Código Penal español. No es una lectura jurídica, sino la de un mero lector de Curzio Malaparte.
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