Contra el periodismo
Arcadi Espada parece haberse convertido en la contraparte constitucionalista del nacionalismo perfeccionista
Cosas de la edad, no había leído Contra Catalunya cuando fue publicado en 1997. He leído ahora su reedición. No importan mucho los desacuerdos con el libro, la arrogancia difícilmente pasajera de quien lo escribe o alguna que otra afirmación personal suya más bien mezquina. Todo eso termina siendo, paradójicamente, white noise. Es un libro excelente. Y este juicio resiste incluso las antipatías por otras cosas que a posteriori haya podido decir su autor.
Como yo soy de los que creo que cuanto peor, peor, diría que Cataluña es respecto de 1997 un lugar, políticamente hablando, menos interesante. Pero me temo que también la escritura de Arcadi Espada, al menos la que tiene que ver con la cosa catalana, ha perdido fuelle e interés.
Y es que a pesar de que ni la escritura de Espada de 1997 ni la de 2018 era ni es contra Cataluña, difícilmente la de 2018 podría arrojar Contra Catalunya. Entre otras cosas porque sospecho que, en realidad, Contra Catalunya no es un libro sobre Cataluña. Es un libro en que Cataluña es la excusa para construir una oda al periodismo, una declaración de amor racional —con perdón por el oxímoron— por la vocación de desentrañar la realidad, esa montaña de hechos sólo aparentemente amorfa
Pero si Contra Catalunya no es un libro sobre Cataluña, sino sobre el periodismo, no consigo sacudirme la impresión de que hace ya años que Espada escribe, de manera fragmentaria y supongo que inconscientemente, algo que —con cierta dosis de maldad— podría ser titulado Contra el periodismo, el libro en que el periodismo es una suerte de excusa para hablar, desbocada y (cripto)sentimentalmente, sobre Cataluña.
Es en esta inversión de la ironía sobre la que está fundado Contra Cataluña donde asoma la trayectoria paralela entre la escritura de Espada y la situación de Cataluña (y del mismo modo que Contra Catalunya no era contra Cataluña, tampoco Contra el periodismo es contra el periodismo).
Con los años, Espada ha tendido a simplificar el escenario moral catalán hasta convertirlo en un carril binario: hay buenos y hay malos (y los malos a veces lo son en virtud de ser sólo tibiamente buenos). El Espada de Contra Catalunya ponía al descubierto las imperfecciones morales de Cataluña y, de una manera u otra, buscaba la manera de convivir con ellas sin dejar que le devoraran; el Espada de Contra el periodismo parece haber caído rendido ante una extraña y ruidosa forma de perfeccionismo moral.
El Espada de Contra Cataluña reconocía la necesidad de ciertas ficciones para que los desacuerdos sustantivos no impidieran el acuerdo acerca de cómo debían ser las instituciones políticas; el Espada de Contra el periodismo repudia todas las ficciones y, así, también los acuerdos políticos que requieren ciertas ficciones.
Contra Catalunya anunciaba el advenimiento de una voz aguda de la conciencia crítica del pujolismo. Difícilmente la pars destruens de esa conciencia crítica ha alcanzado alguna vez un nivel más alto de mordacidad que el que muestra la voz a través de la cual se expresa Contra Catalunya.
Mi perplejidad acerca de la escritura de Espada va por otro lado y es doble. En primer lugar, está esa constante confusión entre ser intelectualmente implacable con el error y ser personalmente desagradable con los que —él cree que— yerran. Mi impresión es que, aunque muchas veces Espada cree estar haciendo lo primero, termina haciendo lo segundo y, así, le da la vuelta, como si fuera un calcetín, a aquella sabia advertencia racionalista: “tú no eres tus argumentos; si ataco tus argumentos, no te ataco a ti”.
Y, en segundo lugar, está la perplejidad que genera la parte constructiva de esa voz crítica. A ratos, Espada parece haberse convertido en la contraparte constitucionalista del nacionalismo perfeccionista, que no es nada más que el independentismo unilateralista. Y no, no estoy insinuando que el constitucionalismo de Espada sea nacionalista (más bien al contrario). El problema es que ese constitucionalismo nos dice que es políticamente irrelevante una demanda de dos millones de personas.
Yo no comulgo con esa demanda (sobre todo si esa demanda desdeña procedimientos legales y democráticos, como hizo en el otoño de 2017), me parece una demanda política reaccionaria; pero tildarla de políticamente irrelevante porque la gasolina de la que se alimenta es irracional es pensar que lo único que importa y basta en esta gran conversación diaria es intervenir en ella cargado de razón, esa torva actitud contra la que nos alertó Ferlosio.
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