Aventura en la desembocadura
Relato de una insólita jornada en el delta del Llobregat bajo el influjo de los exploradores clásicos
Misión para la Delta Force: “Ya que tienes experiencia en lo del delta del Ebro y los pájaros, ¿te acercas al delta del Llobregat y te escribes algo sobre el ambiente?, siempre que no tengas nada más importante que hacer, claro…”. Las indicaciones del periódico eran vagas, con lo que está cayendo en política tampoco me iban a dar un mapa y un sobre con las instrucciones de la misión. A tu aire, tío, que para los marrones de verdad ya tenemos a Congostrina. Para allá que me fui, uno es un profesional. Era una mañana esplendorosa de otoño recién estrenado. Cogí los prismáticos, la gorra del servicio de fareros de EE UU, la guía portátil de aves y la navaja suiza y conduje hasta El Prat.
La verdad, no lo iba a confesar pero no tenía ni idea de dónde quedaba el delta del Llobregat. Al final del río estará, me dije. No ha de ser difícil de encontrar. Tras evacuar consultas y activar Google maps, tomé la Gran Via y la salida 194B para enlazar con la B-250. Seguí las indicaciones para “Espais naturals del riu” y fui a parar a las pistas de aeropuerto. Es increíble lo que se puede llegar a perder uno yendo tan cerca. Luego pasé un cementerio. Finalmente, vi varios senderos pedestres y a unas cuantas personas en mountain bike y chándal. Aparqué en un área de parking donde había unos autocares, cargué con mi equipo y eché a andar. Me detuve en un puentecito sobre un canal (el canal de la Bunyola). El agua estaba tan verde que parecía un pantano de Laos: no me hubiera extrañado ver surgir la cabeza del capitán Willard con camuflaje de combate nadando en el río Nung para asesinar al coronel Kurtz, pero lo que apareció fue un morro arrugado que resultó pertenecer a una tortuga. Me miró con ojos extraviados, como de haberse fumado algo —no en balde era una tortuga de California— y volvió a sumergirse. Pese al aspecto de sopa de verdura pasada y cierto tufillo, el curso de agua rebosaba de vida: observé una garcilla, varios patos, pollas de agua, con perdón, y una enorme rata que pasó nadando con estilazo, como si se creyese una nutria.
Estaba empezando a entrar en ambiente silvestre cuando de repente oí un estrépito tremendo y me giré para ver cómo se me venía encima un Airbus de Vueling. Estuve a punto de lanzarme al suelo. La garcilla, los patos y la rata ni se inmutaron y la tortuga volvió a emerger, socarrona. Con el corazón desbocado vi pasar un avión de Air France, otro de Easyjet y un tercero de Ryanair como si fueran a aterrizar en mi cabeza. Parecía el maldito Berliner Luftbrücke, el puente aéreo de abastecimiento de Berlín en el 45. Resultó que estaba en medio del pasillo por el que llegan los aviones a las pistas. Paradójicamente un letrero rezaba: “Prohibido hacer ruidos molestos”.
Caminé hacia donde pensaba que estaba el río pasando las masías de Cal Nani y Cal Dominguet hasta llegar al punto de información del parque, donde me recibieron muy amablemente y me hicieron una encuesta. Toda la zona, desde el Llobregat a la pineda de Can Camins es un enorme espacio de cultivos y áreas salvajes con varios lagos y que limita por su parte inferior con la larga playa del Prat (desde la desembocadura del río hasta el Estany de la Ricarda sin uso púbico: reservada para las aves). Es un área muy grande, sorprendentemente bonita, que enlaza con otras distantes en Viladecans hasta Gavà, y pronto me di cuenta de que mi proyectado paseo iba a devenir una auténtica y esforzada expedición.
La curiosidad y el ansia de descubrimientos (y la fama que conllevan) ha motivado a todos los grandes exploradores, y a algunos los ha abocado a la desgracia. A mí me perdió ver nada más empezar la exploración un puñado de extraños pajarillos. Eran vistosísimos, con un antifaz rojo y simplemente, según todos mis conocimientos ornitológicos, no tenían que estar ahí. Resultaron ser picos de coral o estrildas, un ave del África tropical. Era como encontrar masáis. Llamé por el móvil al especialista José Luis Copete, jadeando de emoción. “Son muy comunes en el delta del Llobregat, poblaciones fruto de ejemplares en cautividad escapados. Resultan muy bonitos sí, tranquilízate”. Animado por la hermosa imagen y por una bandada de jilgueros, eché a andar por la margen del río. Iba silbando, feliz de no estar en la redacción, con la misma inconsciencia con que Stanley se aventuró en la selva del Congo.
Al cabo de un rato de caminar por un sendero rectilíneo que permitía algunos desvíos para bajar al río y asomarte a los estanques, como a la balsa de Cal Bitxot, sobrevolada por ánades que volaban en formación estilo F-18, empecé a sentir flato y me entró sed. Lamenté entonces no llevar agua en vez de la guía de aves y un engorroso volumen sobre la poética de los pájaros, que había cargado por si me aburría. Para conocer mi situación, ascendí al mirador de Cal Malet, una torre de madera con escalera en espiral que no desentonaría en la serie Vikingos. Se veía Montserrat al fondo, el río con el espectacular puente Nelson Mandela (el último del Llobregat antes de la desembocadura) y las torres de control del aeropuerto emergiendo de la espesura como las peinetas de ignotas pirámides mayas. Al otro lado del río, la depuradora del Baix Llobregat, el polígono industrial del Prat y a lo lejos los diques del puerto. La gran corriente de agua parecía dividir dos mundos: el de la naturaleza y el de la industria. En medio, sobre un tronco semi sumergido, un cormorán se mostraba tan estupefacto como yo.
Seguí mi camino sin perder mi afán de ver qué había al final aunque algo inquieto por la falta de porteadores, víveres y armas. Llevaba una hora sin cruzarme ni un alma y el lugar parecía propicio para las emboscadas. Aferré con fuerza los prismáticos, mi regalo de boda, que era lo más valioso que me podían arrebatar junto con estas notas y la ciudadela de mi integridad, que diría eufemísticamente Lawrence de Arabia (tras azotarle y tratar de besarle el bey turco de Dera). Tras varios kilómetros andando, el sol daba de lo lindo, el polvo del sendero se me pegaba al paladar y empecé a cojear. Tenía que dar la vuelta. Seguir en esas condiciones no lo justificaba ni el encontrar a Livingstone. Pero el demonio de la exploración se había apoderado de mí y me empujaba. El afán de ver la desembocadura del río era superior a mis escasas fuerzas.
Llegué como Núñez de Balboa al Pacífico, enloquecido como Aguirre. Ahí estaba el delta. Las olas subían río arriba. Centenares de aves marinas salieron a recibirme como enjambres de confeti. A duras penas contuve la tentación de plantar mi bandera, zambullirme en el mar y beber de las aguas en las que se mezclaban lo dulce y lo salobre. Pero había una valla. El acceso a la playa de Ca L'Arana estaba cerrado para no molestar a las aves nidificantes. Subí a la última torre, el Mirador de la Desembocadura, lamentando no haber sugerido en la encuesta que pusieran un bar. Observé dos águilas pescadoras, charranes, fochas, una espátula y otros. La playa y las marismas se extendían como una tierra prometida prohibida. Disfruté la vista antes de empezar a volver.
Fue un regreso épico, las libélulas volaban a mi alrededor como si fueran azagayas de los gaboni. Traté de atajar por estrechos caminos entre las cañas que susurraban peligros mientras balanceaban amenazadoras sus penachos dignos de guerreros waziri. A lo lejos vi la espalda de otro explorador, grité, pero desapareció de mi vista. Llegué a unos prados en los que retozaba una yegua blanca en el suelo y la observé como Acteón a Diana en el baño. Se me iba la cabeza. Y cuando estaba a punto de dejarme caer y sucumbir al desánimo y la malaria, reconocí el familiar perfil de la torre de Cal Lluquer. De ahí al parking podría llegar incluso arrastrándome. Estaba salvado. Y como todos los grandes exploradores puedo decir que fue duro, pero maravilloso. La próxima vez, con cantimplora.
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