Entre realistas y visionarios
El barco del Procés se hunde, pero nadie quiere saltar primero al agua por miedo a ser tachado de traidor
Un país, por dinámico y próspero que sea, también se puede arruinar por falta de buen gobierno. O por ausencia de gobierno. En Cataluña comenzamos a tener la sensación de que estamos varados en un lodo espeso que compromete seriamente no ya el futuro, sino el mismo presente. Aunque algunos datos indican que hay aún cierta inercia que permite mejoras en algunos parámetros económicos, lo que lo que mejor define la situación es la de una parálisis ansiosa. Hace tiempo que dejamos atrás aquellos días en que venían de todas partes a ver cómo se innovaba en Cataluña. El sueño de un país independiente puede hacernos perder el país que hemos llegado a tener. No hay gobierno. Todo parece supeditado a salvar el relato del Procés. Pero el Procés solo es ya un moribundo cuya desaparición nadie quiere certificar por miedo a quedarse sin herencia.
Tras una semana patética en la que ha aflorado como nunca la soterrada división entre realistas y visionarios, los dos socios del Gobierno han anunciado una tregua más voluntarista que real. Las caras de Joaquim Torra y Pere Aragonès hablaban mejor que sus palabras. Se comprometían a mantener la unidad hasta el juicio a los líderes independentistas, pero ya no podían ocultar la suma precariedad de su alianza.
Con los principales dirigentes políticos y sociales del soberanismo encarcelados o fuera del país, lo que ha puesto en evidencia la etapa iniciada tras las elecciones del 21 de diciembre es la debilidad de los recambios y la escasez de líderes capaces de hacer frente a una situación compleja y de alto riesgo. Lo ocurrido en el Parlamento esta última semana solo es la culminación de una anomalía que se arrastra desde el día en que comenzó la legislatura, cuando se decidió eludir el hecho de que quien encabezaba la lista más votada del bloque soberanista, Carles Puigdemont, no podía cumplir su promesa electoral de volver a Cataluña y se decidió aplicar artimañas de prestidigitación legal para que siguiera gobernando a distancia. A partir de ahí, todo ha sido un gran despropósito por capítulos: los patétitos movimientos para forzar la investidura de Puidemont a distancia, los sucesivos intentos de imponer candidatos jurídicamente inviables y la investidura final de un presidente vicario que actúa por delegación y que no está en la Generalitat para gobernar sino para mantener viva la movilización.
Atrapado en la telaraña de su propio relato, Torra sigue hablando de desobediencia y de “levantar la república”, mientras ERC trata de normalizar la vida institucional y política. Una división profunda atraviesa de forma transversal el movimiento independentista. La fractura entre quienes reconocen el fracaso de la vía unilateral y quieren reorientar la estrategia hacia una nueva acumulación fuerzas sin calendario preciso y evitando objetivos inalcanzables, y quienes pretenden mantener la ilusión de que la independencia exprés puede tener todavía su ventana de oportunidad si se redobla la apuesta de un enfrentamiento radical. La CUP es la más genuina representante de esta opción, pero también la abonan los restos de la antigua Convergència, que lucha de este modo por la supervivencia política. Temen que si van a elecciones en solitario continuará el declive electoral que solo las circunstancias extremas de las pasadas elecciones consiguieron enmascarar.
En el pulso que Torra ha mantenido esta semana con ERC ha vuelto a ocurrir lo de siempre: que el más osado ha arrastrado al otro. Aragonès ha dado marcha atrás por la misma razón que lo hizo Puigdemont cuando decidió no convocar elecciones en otoño pasado. El barco del Procés se hunde, pero nadie quiere saltar primero al agua por miedo a ser tachado de traidor. El independentismo mágico sigue ahí y Esquerra no se atreve a desenmascararlo, por mucho que está convencida de que no lleva a ninguna parte.
Es comprensible que las bases soberanistas vivan con temor y ansiedad estas escaramuzas. La división les debilita justo cuando tiene que dirimirse, con el juicia a los dirigentes acusados de rebelión, la parte más dura del fracasado choque con el Estado. Emocionalmente siguen alineados en bloque con la idea de resistir. Nadie ha puesto sobre la mesa una alternativa que les invite a desistir. La pasada Diada fue una expresión de ese sentimiento generalizado. Pero al mismo tiempo, empieza a hacer mella la idea de que persistir en el enfrentamiento solo puede llevar a un nuevo y más doloroso fracaso. Entre lo malo y lo peor, muchos empiezan a pensar que tal vez lo malo sea lo mejor. En circuntancias como esta, se necesitan líderes solventes capaces de reconocer y decir la verdad. Pero de momento no aparecen.
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