Insensatez
La contundencia política vende y Cataluña se ha convertido en el reclamo electoral para la España más intolerante
"Ingratos”, pudo mascullar Quim Torra escuchando a los oradores del final de la manifestación conmemorativa del 1 de Octubre. De pie, frente al escenario desde donde se prodigaban loas a la epopeya, cantos a la resistencia y apología de la revolución, el President de la Generalitat, complacido y molesto a la vez, encajaba reproches por no estar haciendo efectiva la república. Se le imputaba también, junto al titular de Interior, la responsabilidad de las recientes cargas de los Mossos d’Esquadra, cuerpo visto hoy de nuevo como lo fue aquella lejana primavera de 2011 cuando desalojó a los indignados acampados en el Parc de la Ciutadella. Escenario repetido. Entre medio, la consideración de policía próxima y cómplice, que tanto daño ha hecho al colectivo, por su papel el 9-N primero y en los diversos acontecimientos del pasado año después y que forman parte indeleble del alma independentista que ahora parece olvidar al mayor Trapero. La profesionalidad suele llevarse mal con la manipulación.
“Ingratos”, pudo pensar el máximo mandatario catalán al ser reprendido por la noche por aquellos a quienes había felicitado por la mañana. Les agradeció la presión que ejercían en la calle como anteriormente les había encarecido a persistir. El reverso de la moneda había sido marcado por unos reproches lógicos de quienes siempre han entendido el proceso a la independencia como el paso para recuperar la revolución pendiente. Aunque la gran mayoría de ellos no tenga mayor memoria histórica que los panfletos reeditados por alguno de sus profesores frustrados. Alegatos anticapitalistas, apología de la socialización comunista y defensa del pueblo frente a las élites como si esto no fuera entendido hoy como otra forma de populismo. El que históricamente engendró lo peor para perder lo mejor: la libertad.
“Ingratos”, repudian las élites políticas a aquellas voces próximas que se les alejan. Caras y firmas que alentaron el movimiento con sus textos y oratoria, con su cercanía personal y su aportación intelectual, con sus caricias a la espalda y su consideración de compañero de viaje. Por razones divergentes, quienes les auparon como muestra de agradecimiento no entienden que les repriman por tibios en la doble dimensión del baño maría. O por no reconocer públicamente tantos errores acumulados y asumir la correspondiente penitencia o por no sacar pecho y lanzarse al vacío para aumentar el dolor que justifique una protesta más contundente. Hace demasiado tiempo que se juega con algunas palabras y símiles indeseables como si algunos estuvieran deseando practicarlas. Sin víctimas no hay causa, parecen proclamar, aunque hay causas que no merecen víctimas, parecen olvidar.
Mientras, el puente aéreo de la intransigencia sigue clamando por la mano dura. La contundencia política vende y Cataluña se ha convertido en el reclamo electoral para la España más intolerante. Es el topónimo que empuja hacia la reafirmación de los convencidos y el posible anzuelo para los dudosos. Aquel colectivo capaz de ver la viga tanto en el ojo propio como en el ajeno. Aquella ciudadanía que no concibe la ausencia de política durante tanto tiempo y que ahora se toma un respiro aunque tema que se ha llegado tarde. Celebra las palabras de apaciguamiento pero concede fecha de caducidad a su paciencia. Porque a ella van destinadas las imágenes reales, prolíficamente repetidas, que elevan la anécdota a categoría de repulsa y preocupación y que olvidan que dos calles más allá de los ataques siempre repudiables la vida sigue. Se lo cuento a una amiga madrileña nerviosa por lo que reflejan las pantallas que iluminan su domicilio: las barricadas de neumáticos y las porras desenfundadas, el habitual contenedor ardiendo y las sirenas sonando, los escudos protectores de impávidos agentes y las capuchas y los pañuelos cubriendo rostros de habituales de la provocación.
A estos se dirige Puigdemont para presentarlos de nuevo como infiltrados. Es posible que lo sean aunque hace faltar saber de quién. Pero éste es ya un cántaro que puede romperse en cualquier momento de tanto como ha ido a la fuente retórica. Una excusa habitual de quien detecta que sus palabras a favor de la no violencia flaquean porque van precedidas y seguidas de otras a favor de la resistencia. Y la historia demuestra lo difícil que es evitar que se enzarcen este tipo de conceptos cuando los ebrios de adrenalina los convierten en sinónimos.
En la década de los cincuenta del siglo pasado, un puñado de talentos de Rio de Janeiro creó la bossa nova. Al frente, Joao Gilberto, Jobim y Vinicio de Moraes. Solo pretendían reformular estéticamente la samba pero revolucionaron la música. Supieron cantarle al mundo lo que mueve y altera sus sentimientos con aparente candidez. Incluida la “Insensatez, corazón más descuidado, escucha la razón, sé sincero solamente. Aquel que siembra vientos recoge tempestades. Pide perdón. Un perdón apasionado. Porque quien no pide perdón, no merece ser perdonado”.
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