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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El populismo identitario y sus cómplices

Los dirigentes populistas tienen la complicidad de los partidos clásicos, que asumen parte de su agenda para disimular su impotencia

Josep Ramoneda
El líder de la Liga Norte Matteo Salvini, en Roma en junio.
El líder de la Liga Norte Matteo Salvini, en Roma en junio.Claudio Peri (AP)

Vivimos en un universo comunicacional tan acelerado como simplificador. Se crean etiquetas de fácil consumo al precio de que abunden los retratos de brocha gorda. Y así los tópicos se propagan y la realidad se hace cada vez más opaca. Un tópico recurrente es el que sitúa a la inmigración y a la seguridad (especialmente a cuenta del terrorismo islamista) como principales caldos cultivo del llamado populismo. Si ya este término —que pretende abarcar cosas tan diversas como el Brexit y Podemos, como la Liga Norte y el soberanismo catalán— es de escasa virtualidad descriptiva, las causas que se le atribuyen son más contestables todavía.

El Pew Center Research de Washington publicó en julio una encuesta sobre el llamado populismo en Europa que desmonta los tópicos más usuales. Su conclusión es que la principal causa que mueve a la ciudadanía hacia posiciones populistas no es ni la seguridad, ni la inmigración, ni las cuestiones identitarias y culturales, como acostumbra a darse por supuesto. Es el sentimiento de muchas personas de estar privadas de poder, de que no se les escucha ni se les tiene en cuenta, es decir, la desconfianza en las instituciones: gobiernos, parlamentos, y poderes contramayoritarios (bancos centrales, FMI, y demás).

Puede discutirse el método de la encuesta que parte de una división del espectro político en dos bloques: populistas y clásicos. Las encuestas son forzosamente simplificadoras pero sirven por su valor indiciario. Y, en este caso, se confirman los engaños que están en la propia construcción de la categoría de populismo, que no es un concepto científico sino un útil ideológico. En el fondo sólo pretende identificar a aquellas organizaciones que al decir de los poderes establecidos no tienen los puntos necesarios en su carnet para ser admitidos en el club que monopoliza el poder político. A pesar de ello, ya se les han colado unos cuantos: Italia, Polonia y Hungría son la prueba. Y no es extraño: según la encuesta la tasa de confianza de los italianos en su parlamento apenas supera el 25 por ciento.

El 66 por ciento (frente a un 28 por ciento) de los europeos piensan que los emigrantes hacen la economía más fuerte con su trabajo y no les identifican con la amenaza terrorista. Naturalmente, estas cifras se invierten en el fragmento populista, hasta un rechazo del 50 por ciento en el caso francés y del 70 en el italiano. ¿Cuál es la conclusión? El rechazo a la inmigración, la magnificación de los valores identitarios y culturales, o la cuestión de la seguridad, son las banderas utilizadas para encuadrar y capitalizar políticamente este malestar, pero la causa primera y principal es la pérdida de empoderamiento de la ciudadanía, que desconfía de la utilidad de su voto, que se siente abandonada por unos dirigentes políticos limitados por los intereses del poder económico, que tiene la sensación de que ni se le escucha ni se le atiende y que no ve un horizonte de confianza.

Es ante esta inseguridad que una parte de la ciudadanía se entrega a las banderas de siempre, la fabulación sobre lo propio y el rechazo del otro. Y en esta tarea los dirigentes populistas encuentran la complicidad de los partidos clásicos que acaban asumiendo parte de su agenda como único recurso para disimular su impotencia, sabedores de que el miedo es el sentimiento más fácil de expandir y que tiene efecto de dominación en la medida en que paraliza al que lo sufre, le hace cautivo de la demagogia. Con lo cual el proceso de degradación no tiene límite. Y es así como el populismo de extrema derecha se propaga y contamina toda Europa.

Hay que asumir el mensaje. Y responder democráticamente, empezando por denunciar la actitud acomodaticia de los gobiernos europeos. Es la impotencia de la política para defender los intereses de los ciudadanos el origen del malestar. Y es la política la que contribuye a las respuestas regresivas para tratar de disimular su incapacidad. Impotente para poner límites al poder económico, lo que le queda es la propagación del miedo y la restricción de derechos y libertades. Y, sobre todo, la magnificación interesada de dos problemas como la seguridad y la inmigración que en ningún sentido amenazan a las sociedades europeas. Salvo que éstas se lo acaben creyendo. Con la complicidad de los que gobiernan.

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