Ganas de Dumas
Hay días que dan ganas de convertirse en Alexander Dumas, pére; urdir la trama de las dulces venganzas de 'El conde de Montecristo' o cuajar las aventuras de 'Los tres mosqueteros
Hay días que dan ganas de convertirse en Alexander Dumas, pére; urdir la trama de las dulces venganzas de El conde de Montecristo o cuajar las aventuras de Los tres mosqueteros, luego Veinte años después y, de pilón: El Vizconde de Bragelonne. Dan ganas de portar una elegante levita que roce las rodillas y cuellos almidonados abrochados al cuello de las más finas camisas de lino. Dan ganas de andar despeinado y llenar libretas y más libretas con impresiones de viaje donde se van anotando los sabores de los postres, las anécdotas al vuelo y la reflexión que podría abonar los enredos de una nueva historia en tinta.
A menudo sucede que en los paseos de Madrid, parques y plazas o bien aceras anónimas, se vuelven escenarios de encuentros caninos. Hay paseantes que aprovechan la circunstancia para abrir una conversación entre adultos, como si los dueños de toda mascota signaran el compromiso casi político de tener que congraciarse con los dueños del animal en turno, que en ese momento está siendo olisqueado por su propia mascota. Hay tertulias perrunas en las áreas arenosas de ciertos parques en donde los canes ladran libremente sus entendederas y rara vez, empiezan los gruñidos que podrían prefigurar un desaguisado entre colmillos. Es entonces, cuando se le concede a todo escritor el sueño de volverse Dumas.
Sucede que el gran Alejandro Dumas, padre, visitó Madrid en 1846, invitado a las bodas de la hermana de Su Majestad la Reina de España con el Duque de Montpensier, uno de sus mecenas. En esas andaba, cuando a la mitad de un recorrido por la calle de Santa Ana, la calesa donde viajaba el inmenso escritor ya no pudo avanzar por un tumulto que inundaba las calles de ladridos, carcajadas y alaridos de espanto. Los alaridos venían de la garganta de una marquesa cuyo perrito pequinés estaba siendo atacado vilmente por un bulldog sin dueño a la vista, pero con mandíbula de acero. Dumas decidió portarse como D'Artagnan y bajó presto de la berlina para envolver la diminuta cola del bulldog con un pañuelo y pegarle un mordisco El malencarado perrazo atacante abrió las fauces y el pequinés saltó aliviadamente al regazo de su dueña la Marquesa, quien al día siguiente —ya sabiendo quién era Dumas— ofreció no solo recompensa jugosa, sino incluso, su mano en matrimonio. Dumas evadió la embestida, casi como hizo con el bulldog, una vez que le mordió la cola: lo lanzó a siete metros para asombro y aplauso del populis madrileño que lo vitoreaba sin imaginar que el lance digno de literatura tendría casi todas las aristas de lo políticamente incorrecto apenas siglo y medio más tarde.
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