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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Las cosas, por su nombre

En el nuevo clima de la posvedad, se han producido agresiones a migrantes a partir de realidades distorsionadas

Paola Lo Cascio
Puigdemont, en un acto independentista de Córcega.
Puigdemont, en un acto independentista de Córcega.PASCAL POCHARD (AFP)

Resulta harto difícil hacer una reflexión —aunque sea breve, acotada y modesta— sobre el lenguaje y la realidad de la política en este verano de 2018. Se ha hablado y se habla mucho (con razón) de que estamos inmersas en la era de la posverdad. Muchos traducen simplemente este término como “mentira”. Aunque capte el sentido sustancial del término, quizás no alcanza a definir todos los matices que se le asocian. Entre otras cosas, porque con el desarrollo de las redes sociales, una posverdad disparada por Twitter (pongamos por caso) acaba generando realidades en la medida en que polariza y genera noticia en sí misma y acabará llegando también a quien no utiliza Twitter, volviendo a polarizar. En definitiva, puede que la posverdad vehicule mentiras, pero las contraposiciones que se generan acaban siendo reales.

Es un fenómeno general que salpica nuestro tiempo en las distintas latitudes del mundo. El gran ejemplo global lo representan las migraciones. Lo fue en el caso de Trump, y en cierta medida también en el del Brexit. Seguramente lo es en el caso de la Italia de Salvini. La presencia de migrantes en el país se queda en la tabla media-baja de los países más poblados de la UE; además, la llegada de refugiados en los últimos meses ha experimentado una disminución drástica.

Esa realidad, sin embargo, se pasa por el túrmix de la posverdad dispensada por los medios y las redes sociales adquiriendo el perfil de “invasión” o de “crisis migratoria”. Y será sobre estas que se dividirá y se radicalizará la población. En el nuevo clima, creado a partir de realidades distorsionadas o invertidas, se han producido agresiones a migrantes —y desinterés e incluso apoyo a ellas de una parte de la sociedad— que son del todo reales.

Nadie está a salvo: lo hemos visto en las últimas semanas con la competición a la derecha entre el PP y Ciudadanos. Por ejemplo, con la seguridad: todas las estadísticas dicen que España es uno de los países del mundo más seguros para vivir, pero igualmente la población puede crisparse. Lo hemos visto de forma macroscópica estos días en el caso de Barcelona con los manteros o la huelga del taxi. Se han vehiculado posverdades polarizadoras con una clarísima intención de desgastar a la administración municipal al precio de normalizar en el debate público argumentos que degradan la convivencia y la salud democrática de la sociedad.

En este marco, seguramente todo lo que está relacionado con el proceso soberanista ha sido y es una fábrica de posverdades, ya que han sido y son necesarias para mantener la tensión alta entre dos bandos, que los sectores más extremos de cada uno de ellos (que se retroalimentan) quieren irreconciliables. Aún más hoy, cuando el cambio en el tablero estatal ha modificado el guion de algunos y ha disparado como nunca las tensiones entre los bloques. Ciudadanos y el PP propulsan posverdades sobre las concesiones ocultas de la nueva mayoría parlamentaria en el Congreso a los independentistas o sobre un escenario ulsterizado que, en vez de propiciar la reconstrucción de puentes, tensa más la convivencia y puede amparar actitudes violentas. En el campo independentista, la efervescencia interna —nadie puede negar a estas alturas que dentro del procés está incrustada, de manera congénita, una enconada lucha partidista por la hegemonía electoral en el nacionalismo— ha llegado a cotas inimaginables y la distorsión de la realidad de cara a los propios correligionarios o a quien no desee la independencia se ha incrementado definitivamente.

Hay posverdades tópicas del independentismo que se han instalado de forma abrumadora entre una parte de la población: desde la negación de que el 6 y el 7 de septiembre se consumó una vulneración grave al tejido democrático e institucional del país, al “mandato del 1 de octubre” (aquello fue una espectacular movilización, pero movilización al fin y al cabo) o, en el caso más grave, la vigencia de una declaración de independencia que nunca tuvo efectos más allá de las derivadas judiciales y de marginar a más de la mitad de la población.

Estoy segura de que la mayoría de los independentistas (y también muchos dirigentes) no participan de estas posverdades, pero el peligro de ser señalados como traidores de la causa, como fragmentadores de su propio bando (además de los intereses partidistas), les impide dar el paso. Están haciendo asumir a la sociedad costes demasiado altos en términos de degradación del debate, de la convivencia y de descrédito de la política catalana. Sin embargo, en estos tiempos, deshacerse de las posverdades y llamar las cosas por su nombre es simplemente revolucionario.

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