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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Contra el sistema de 1978

Décadas de experiencia monárquica confirman a la ciudadanía que la Corona es la clave de bóveda más razonable para proseguir conviviendo

Felip VI, durante el discurso del 3 de octubre de 2017, dos días después del referéndum del 1 de octubre.
Felip VI, durante el discurso del 3 de octubre de 2017, dos días después del referéndum del 1 de octubre.

En la idiosincrasia política de Quim Torra, máximo representante del Estado en Cataluña, la Constitución no está ni se le espera. En consecuencia, el independentismo desplaza la presunta ausencia del Estado de Derecho a considerar persona non grata a Felipe VI. Puede ser uno de los errores más autodestructivos del secesionismo y un mega-ridículo más. Que Carles Puigdemont siga siendo el hombre fuerte lo explica en parte. Gaziel acertaba al definir como callejón sin salida plantear el problema de Cataluña es un plano exclusivo de nacionalismo, una lucha entre dos nacionalidades del mismo grado, una opresora y la otra oprimida. Oponerse a que el Jefe del Estado esté en Cataluña cuando lo crea conveniente para el bien común de los catalanes y de toda España es uno de los desacatos más rudimentarios de una larga época. Es la fuerza negativa de la deslealtad y acabará por volverse en contra del independentismo, llevándole a un residualismo agresivo.

Tras la Ley de Transitoriedad, la proclamación “interrupta” de una república catalana y la consulta ilegal de octubre, Felipe VI se dirigió a toda la ciudadanía para advertir de los riesgos que implica un incumplimiento tan flagrante de la constitucionalidad. Es su deber. La monarquía parlamentaria en España viene de más allá de 1978 pero esa es la fecha que identifica un llamado régimen cuya eliminación propugna —más allá del despropósito de proclamar una república sin concretarla y dar por non grata a la Corona en Cataluña— un independentismo de cada vez más fraccionado, sin estrategia efectiva y con un valor simbólico que se deprecia todos los días. Pero el objetivo es claro: como dijo el gran jurista italiano, Gustavo Zagrebelsky, al aniquilar el momento fundacional lo que se hace es erosionar la Constitución. De eso habló el Rey en su discurso televisado. Y una vez más, Torra dice hablar en nombre de toda Cataluña despreciando a tantos catalanes que agradecieron al monarca sus palabras, porque se sentían inseguros, desamparados, perdidos en un limbo de sinsentidos. Evidentemente, el discurso disgustó a quienes desean una Cataluña separada de España. Es algo que la monarquía tiene en cuenta porque Felipe VI conoce bien las realidades más dinámicas —y las más regresivas— de la Cataluña real.

Tiene hoy la monarquía española todas las legitimidades que se puedan reclamar, prestigio internacional y la suma de dos elementos argumentales: el monarquismo de razón y la monarquía incrementada por el aval de la experiencia histórica de todos, como por ejemplo, el catalanismo histórico que va de Cambó al Jordi Pujol pre-andorrano. La Corona es el zócalo que ha garantizado la convivencia hispánica en las fases de mayor tensión, tanto territorial como en el caso del 23-F. Incluso con problemas en la familia real, ha presidido un cambio de capilaridad política como es el Estado de las autonomías y con hitos fundamentales como el ingreso en la Alianza Atlántica y en la entonces Comunidad Europea. Todo provenía del consenso de 1978 que ahora se niega. Por eso los usos de la monarquía han sido garantes de libertad. Luego, claro está, la sociedad vive abiertamente sus discrepancias. Los equilibrios y contrapoderes del sistema democrático ajustan hoy nuestro sistema institucional, incluso en momentos de crispación. Décadas de experiencia monárquica confirman a la ciudadanía que, por irracional que pueda parecer, la Corona es la clave de bóveda más razonable para proseguir conviviendo.

¿Cómo sabe Torra que el Jefe del Estado no es bien recibido en Cataluña? Una vez más hará falta recordar cómo, con la visita de Alfonso XIII a Barcelona en 1902, la Lliga erró al pensar que la ciudad permanecería con las persianas cerradas para manifestar su falta de entusiasmo monárquico. Ocurrió lo contrario porque el pueblo de Barcelona expresó su satisfacción por la presencia del Rey. Entonces la intuición política de Cambó acertó dándole un giro a la situación y expresando ante el monarca las inquietudes de la sociedad catalana. Es decir: el político se adaptaba a la realidad de la sociedad y eso le convertía en su mejor representante. Fue un momento de calidad política catalanista. Vinieron otros. Al cumplirse los veinticinco años de la Constitución, Miquel Roca dijo que si una reforma constitucional no es el resultado de un gran acuerdo político y social, ampliamente mayoritario, se habrá dado un peligroso paso atrás: es decir, el consenso constitucional es más importante que su resultado. Eso fue y es 1978.

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