A las cosas por su nombre
Lo que se pide desde Cataluña no puede ser, por razones conceptuales y empíricas, el derecho a la autodeterminación. Lo que se pide en Cataluña es el derecho a la secesión.
Después de años de reivindicar el “derecho a decidir”, el independentismo, en manos ahora de puristas como Puigdemont y Torra, vuelve a reclamar para Cataluña el derecho de autodeterminación.
Se trata de uno más de los vaivenes semánticos fruto de la neolengua procesista, y es muy probable que, como en las campañas de publicidad, y ante la posibilidad de que se agoten las ventas de la empresa, se necesite cambiar el nombre del producto para seguir vendiendo el mismo producto.
El “derecho a decidir” despertaba los sentimientos positivos de las personas porque, al igual que “la república independiente de tu casa” o el “just do it”, lemas publicitarios de gran éxito, simplificaba el mundo haciendo creer que si uno podía imaginarse siendo feliz, entonces uno tenía derecho a ser feliz.
Pero aunque vender una secesión puede ser tan fácil como vender muebles o zapatillas, materializarla es más difícil que decorar la casa o enfundarse unas zapatillas. Cuando se lleva a cabo una política secesionista, la publicidad da de sí lo que da de sí. Y llegado el momento de la verdad, y ante la constatación de que la estrategia publicitaria pura se ha agotado, se vuelve a los viejos conceptos políticos: el derecho de autodeterminación. Pero este último, a diferencia del emotivo “derecho a decidir”, admite réplicas racionales.
Para empezar, Cataluña se autodetermina por lo menos cada cuatro años desde hace casi cuarenta. Tiene un parlamento propio, tiene instituciones de autogobierno, emite legislación propia (que, como la legislación de cualquier otro órgano legislativo en casi todo el mundo, está sujeta al control judicial), tiene policía propia, medios de comunicación públicos propios, tiene una lengua propia que es usada en las instituciones públicas, etc.
Las colonias o los países ocupados, en cambio, no tienen parlamento propio, ni instituciones de autogobierno, ni policía propia, ni medios de comunicación públicos propios, etc. Ellos no se autodeterminan, ellos no se autogobiernan. De ahí que pidan el derecho a la autodeterminación. Pero Cataluña no es una colonia ni un país ocupado. Ver a independentistas catalanes reclamando el derecho a la autodeterminación en 2018 es como ver a un montón de daneses reclamando el derecho a pasar en verde un semáforo.
Lo que se pide desde Cataluña no puede ser, por razones conceptuales y empíricas, el derecho a la autodeterminación. Hay que llamar a las cosas por su nombre: lo que se pide en Cataluña es el derecho a la secesión. Lo que piden algunos es el derecho a que, sin ser Cataluña una colonia, si la mayoría de sus miembros quiere formar un Estado, pueda hacerlo.
Pero ese derecho a la secesión, a diferencia del de autodeterminación, no está reconocido ni en la legislación ni en las convenciones del derecho internacional. Incluso los teóricos que han defendido la justificación moral del mismo, como Christopher Wellman, afirman que resultaría inconveniente, por sus eventuales consecuencias desestabilizadoras —entre otras cosas—, que formara parte del derecho internacional.
Esto no quiere decir que no haya espacio político para la secesión, sólo quiere decir que la secesión de una comunidad política como la catalana, que no es ni una colonia ni está ocupada (por no decir que es una de las más bienestantes del sur de Europa), no puede ser exigida como un derecho.
Es probable que muchos de los dirigentes independentistas ya sepan esto último y crean que, una vez agotada la vía publicitaria del “derecho a decidir”, y ante la imposibilidad de acogerse a un inexistente “derecho a la secesión”, su mejor carta pase por hacer que la cosa vaya sobre el derecho a la autodeterminación. Y la manera de conseguir ser titular del derecho de autodeterminación pasa por degradar la situación política lo suficiente como para que Cataluña aparente ser por fin una colonia o un país ocupado. Esa es su fantasía.
Pero los demás no tenemos la culpa de las fantasías sadomasoquistas de algunos. Si uno quiere ser abofeteado y flagelado todos los días, o si uno quiere que Cataluña vuelva a ser, en términos de nulo autogobierno, lo que era durante el franquismo para ver cumplido así su sueño de auto-subyugación, yo no tengo ningún problema con ello, prometo no juzgarlo y haré lo que esté en mis manos para que dé rienda suelta a su deseo sadomasoquista. Pero que lo haga en su casa, en lo oscurito, y no nos imponga esas respetables prácticas privadas a quienes no tenemos esas inclinaciones.
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