La piel de la historia
Domènec y Kader Attia revisan en Barcelona el pasado utópico y colonial y Londres trae Michael Jackson al museo
Volver la vista atrás y husmear cómo se ha construido la historia, el mundo de ayer y así el mundo de hoy. De eso va a menudo el arte. En la Fundació Miró, el francoargelino Kader Attia ha plantado una colección de título entre literario y médico, Las cicatrices nos recuerdan que nuestro pasado es real: arte surgido de la historia colonial con la intención de repararla, para cuidar las heridas pero no olvidarlas. En el Macba, Domènec, nacido en Mataró, rastrea en Ni aquí ni en ningún lugar la arquitectura pública y el urbanismo edificados a veces como utopías y otras como lugares de guerra. Las dos exposiciones se proponen remover lo que sentimos y cómo vivimos.
Tras verlas, pienso en la que la National Portrait Gallery de Londres dedica a Michael Jackson, llevado así a las cumbres del museo. Una colectiva de unos cincuenta artistas que representan al Rey del Pop, muerto hace nueve años de sobredosis, como uno de los artefactos culturales de este siglo que se debate entre lo postcolonial y lo que aún no tiene nombre. Niño prodigio convertido en industria, negro que quiso dejar de serlo para ser cada vez más blanco, varón encerrado en una burbuja para ser cada vez más andrógino. En esta era post-post racial, post-Obama, de populismos campantes, la nueva entronización del Jackson muerto a los 51 en su burbuja de Peter Pan no está lejos de las obras de Attia y Domènec, distintas y complementarias a su vez.
Las interpretaciones de Michael Jackson son reveladoras del momento que vivimos. Una de ellas, monumental, es su variante como Felipe II en el retrato ecuestre que Rubens pintó en 1630. Es obra de Kehinde Wiley (Nueva York, 1977), muy valorado por sus imágenes naturalistas de negros en actitudes heroicas. Hijo de ioruba nigeriano y de afroamericana, Wiley se ha hecho un lugar retomando la pintura de historia. El monarca del Siglo de Oro español, del imperio donde no se ponía el sol, es Michael Jackson desde 2010, al año de su muerte. Hoy, impone más. El mundo ha cambiado desde entonces.
La consagración de Jackson en el museo da qué pensar, como las obras de Attia y de Domènec. El cantante, bailarín y buen músico que fue Jackson es la cicatriz que en estos tiempos trumpianos recuerda un pasado: las grietas de la utopía afroamericana, el retorno global de la idea de raza. 'Fue como si la esquizofrénica, llena de autoodio, hipócrita y violenta historia de la raza en América se hubiera encarnado en un solo hombre', concluye en el catálogo de la exposición la escritora Zadie Smith, siempre perspicaz. Otras imágenes del divo recreado lo certifican y lo repiten. El Rey del Pop sigue inquietando.
Catorce salas, cuarenta y ocho artistas, pinturas, fotos, vídeos, todo tipo de imágenes: Jackson superestar a tope. Una herida, una cicatriz, un negocio, un montón de dudas. Me voy de nuevo a la Miró y al Macba.
El francoargelino repara, no restaura, apedaza, que se vea bien; mientras que Jackson quería dejar de ser negro. Platos de cerámica cosidos con grapas, sábanas zurcidas, espejos rotos. Y un bosque de cabezas talladas en madera de Senegal que están en el cine: en la pantalla pasa un fragmento del Yo acuso (1919), alegato contra la I Guerra Mundial que Abel Gance no pudo filmar con soldados heridos (se negaron) sino con actores con máscaras o con maquillaje. Attia ha rehecho las caras de aquellos soldados que eran la mayoría africanos de las colonias francesas, a partir de fotos históricas de los archivos hospitalarios. Otro film, en este caso suyo, habla de los 'miembros fantasma', ese dolor que siguen teniendo algunas personas en el miembro que les han amputado, no lo tienen pero les duele. ¿Sentía Michael Jackson el dolor de la negritud que él mismo se amputó? ¿Tenemos nosotros ese dolor? Afecta a las personas, a las comunidades, a la historia. Pienso en fosas y cunetas.
Domènec ha recorrido medio mundo con sus exploraciones críticas de la vida urbana. Su exposición escruta los avatares de unos cuantos espacios públicos significativos. Utopías como la casa Bloc de Sant Andreu, en Barcelona, de los tiempos republicanos, luego ocupada por policías. O la ciudad militar de nombre popular Chicago, en Israel, un centro de entrenamiento que reproduce barrios árabes para mejor planificar los ataques. La piel de la historia, la casa soñada, el dolor causado por un brazo que perdiste y que te sigue doliendo. Memoria y olvido. Reparaciones, o algo que aún no tiene nombre.
Son exposiciones muy vivas. Con ellas les deseo un buen agosto.
Mercè Ibarz es escritora y profesora de la UPF
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